No hay nada más
importante que el amor. Pero un amor entregado, dado y regalado. Es decir,
gratuito y sin condiciones. Porque, amar no es amarse, sino todo lo contrario,
darse. Ama verdaderamente quien realmente se da y entrega su vida, su servicio.
¿No nos amó así nuestro Señor hasta el extremo de entregar su Vida por cada uno
de nosotros? Pues, cuando hablamos de amor nos referimos a esa clase de amor.
Porque,
egoístamente, confundimos amar con amarnos y satisfacer todas nuestras
apetencias e intereses. Y eso está en las antípodas de lo que significamos cuando
hablamos del amor con el que nos ama nuestro Padre Dios, y del amor con el que
nos amó nuestro Señor Jesús. Y del amor con el que quiere – nuestro Padre – que amemos
nosotros.
¿Y a quién vamos a
amar? Está claro: a nuestro prójimo. De ahí que, primero amar a Dios, porque
del Él parte toda nuestra fuerza, para, luego, amar al prójimo según la
Voluntad de Dios: Amarlo como si se tratara de ti mismo. No podemos separar a
Dios del mundo, y para ello, tenemos que, mirando a Dios, caminar por el mundo.
Es decir: nuestro amor a Dios se concreta y se ve en nuestro amor al prójimo.
Un amor que se traduce, no sólo en el compartir, sino en el tratamiento como
hijo de Dios y hermano nuestro.