Vivimos en una continua
apariencia tentados por nuestra propia vanidad. El diablo lo sabe y se aprovecha
de esa inclinación para seducirnos hacia la satisfacción del tener, poder,
riqueza y ser más que los demás. Incluso llegan hasta perjudicar o someter a
aquellos que consideramos un obstáculo para poder acceder a algún determinado
título u honor.
El poder alcanza
su mayor prestigio y honor cuando se aplica, como servicio gratuito, sobre
todo, al más necesitado. Esa es la condición que nos distingue de los que
aparentando solo buscan y les interesa trepar y subir en poder y honores
aparentes. Y no debemos excluirnos también nosotros porque todos somos
pecadores y todos estamos tentados a esa inclinación.
Esa es la lucha de
cada día y para la que necesitamos al Espíritu Santo. Precisamente, ha bajado a
nosotros en la hora de nuestro bautizo para prevenirnos, avisarnos,
fortalecernos y darnos luz a este respecto y a todos los peligros que nos
seducen y acechan. Porque, nuestra naturaleza está profundamente herida por el
pecado y necesita la asistencia del Espíritu Santo para poder resistir las
tentaciones y seducciones del Maligno.
Cuando la
comunidad está contaminada con estas intenciones trepadoras de poder, de saber,
de ser el mejor, su apoyo es falso, arena movediza y, más pronto que tarde se
derrumba, se contagia de apariencias, de falsedades y mentiras. Ahí dentro no
puede crecer limpia la semilla del amor fraterno, y menos dar frutos.
Y esta realidad
está presente en nuestras comunidades. Tenemos que reconocerlo y desde ahí
tener la humildad de pedirle al Espíritu Santo que nos dé la luz y la humildad
necesaria para saber vernos, interiorizar y reconocernos pecadores. Porque, ese
es el problema del hijo pródigo, saber lo que ha hecho y levantarse
humildemente.
Nosotros tenemos
la ventaja de saber que nuestro Padre Dios nos espera con los brazos abiertos y
nos perdona. Por tanto, reconozcámonos pecadores y, levantándonos emprendamos
el camino de regreso a casa.