Estas navidades,
como las de hace XXI siglos, tienen las misma esperanzas: ambas aspiran a
romper las cadenas de la esclavitud que ocasiona el pecado. Nuestro tiempo
tiene muy pocas diferencias, en lo que se refiere a los deseos y aspiraciones
del hombre, con el tiempo en el que nace Jesús. La gente se resigna a una vida
de dolor sometida a una esperanza sojuzgada. Y todo cambia con el nacimiento de
ese Niño Dios.
Hoy sigue
sucediendo lo mismo. Hay mucha gente que se resigna a pasar su vida sin apenas
esperanza. Todo queda supeditado al ritmo que la vida le impone y a las
circunstancias que su propia vida le presenta. Muchos padecen y sufren las
consecuencias de un mundo dictador, opresor e injusto resignados a su suerte.
Sin embargo, en medio
de toda esta desesperanza aparece el acontecimiento que alumbra y da vigor y nueva
esperanza a todos los pobres de este mundo. Una joven, sencilla y humilde,
desconocida para el mundo de su época, es visitada en una también pequeña y
humilde alquería como Nazaret para anunciarle que ha sido elegida para ser la
Madre del Mesías que va a llenar el mundo de esperanza de vida eterna.
Desde ese momento la vida renace, la esperanza se renueva y todo cobra sentido. Para Dios, nos lo anuncia el Ángel Gabriel, nada hay imposible. Ese es precisamente el mensaje navideño: Ha venido al mundo el Redentor, que nos librará de la esclavitud del pecado y dará nueva esperanza a nuestra vida.