Quienes creen en Jesús
quedan configurados en una nueva familia. Una nueva familia unida, no por vínculos
de sangre sino en el Espíritu Santo que viene a cada uno en el instante de su
bautismo y nos une dándonos la categoría de hijos de Dios. Un Espíritu Santo
que nos diviniza y nos hace hijos y hermanos de un mismo Padre.
Jesús lo deja muy
claro con estas palabras: (Mc 3,31-35): En aquel
tiempo, llegan la madre y los hermanos de Jesús, y quedándose fuera, le envían
a llamar. Estaba mucha gente sentada a su alrededor. Le dicen: «¡Oye!, tu
madre, tus hermanos y tus hermanas están fuera y te buscan». Él les responde:
«¿Quién es mi madre y mis hermanos?». Y mirando en torno a los que estaban
sentados en corro, a su alrededor, dice: «Éstos son mi madre y mis hermanos.
Quien cumpla la voluntad de Dios, ése es mi hermano, mi hermana y mi madre».
Es evidente que quienes cumple la Voluntad de Dios quedan hermanados en el amor y misericordia que vienen del Señor. Porque nuestra semejanza con nuestro Padre Dios se esconde en el amor y misericordia con las que nos ama Él. Así también nosotros al esforzarnos en cumplir su Voluntad tratamos de amar como Jesús nos enseña y el Espíritu nos asiste y fortalece para que la concretemos en ellos amándonos misericordiosamente como hermanos. Y es eso precisamente lo que nos hermana fraternamente.