viernes, 7 de noviembre de 2025

LA ASTUCIA DE ANUNCIAR

Lc 16, 1-8

   El día barruntaba lluvia y la oscuridad envolvía la tarde aciaga para Florentino. Le había llegado la noticia de que las cuentas de la empresa donde trabajaba no estaban claras. 
   Su corazón estaba tan oscuro como el día que vivía, y sus pensamientos buscaban la luz que le alumbrara la salida de aquella tenebrosa incertidumbre. 
   Sabía con certeza que las cuentas no cuadraban: había derrochado dinero que no era suyo.

    Con toda seguridad —pensó—, seré despedido. ¿Qué podré hacer para encontrar un medio de vida?

    Buscaba soluciones que le permitiesen sostenerse una vez fuera del cargo de administrador. Decidió dar un paseo y poner a trabajar su mente.

    Llevaba un largo rato caminando cuando le vino la idea de favorecer a algunos clientes de, todavía, su empresa, con la esperanza de obtener algún favor futuro que le asegurara cierta comodidad.

   Con esa idea en su mente, regresó a la empresa y, desde su despacho, llamó apresuradamente a ciertos clientes, de los más acaudalados, proponiéndoles modificar sus últimas compras con el fin de sacar suculentos beneficios. Así podría ganarse su simpatía y asegurarse algún apoyo cuando quedase sin trabajo.

    Paralelamente a esa historia, en la tertulia, Manuel hablaba de la astucia que muchos muestran para solucionar sus problemas, presentando propuestas atractivas y seductoras que llaman la atención de la gente. Mientras tanto —decía—, los cristianos no siempre nos empeñamos en buscar caminos nuevos para anunciar la Buena Noticia de Jesús.
   —Todos nosotros —decía Manuel— sabemos encontrar soluciones cuando se trata de nuestros asuntos. Pero, ¿hacemos lo mismo con nuestro compromiso de anunciar el Amor y la Misericordia de nuestro Padre Dios?
 
    Hizo una pausa. Miró a los tertulianos y a algunos clientes que, sorprendidos, escuchaban desde la terraza.
    —Estamos necesitados de imaginación al anunciar el Evangelio, y de creatividad al hacerlo visible. No podemos permitir que Jesús, nuestro Señor, siga siendo un desconocido para tantas personas.
    En Lc 16, 1-8, el mismo Jesús elogia la astucia del administrador injusto: no su trampa, sino su inteligencia para asegurar el futuro. Así también nosotros deberíamos poner esa misma sagacidad al servicio del Reino.
 
    Una atmósfera de luz, a pesar de la oscuridad de aquella tarde, envolvió a los presentes. Reconocían que los hijos de este mundo son más astutos con su propia gente que los hijos de la luz.
    Evidentemente, no hay espacio para la pereza ni para esperar un milagro del cielo que haga llegar el mensaje de Jesús sin nuestro esfuerzo.