Todos sabemos por
experiencia que la violencia es camino erróneo. Detrás de cualquier acto
violento se esconde la tragedia, el peligro, la injusticia, el desequilibrio y
la ruptura de la paz. Nada, aunque valga la pena, justifica la violencia. Y,
precisamente, aquellos que se resisten a ella son los que viven en la paz. Y,
por tanto, bienaventurados.
Bienaventurados
porque son pacíficos, mansos y no buscan alzarse con violencia ante cualquier tentación
que les incite a tomarla como defensa propia. Su escudo es Dios y en Él
conviven en el esfuerzo diario de la mansedumbre y misericordia. Son pobres de
espíritu y abrazan el deseo de compartir lo que son y tienen. Viven en la esperanza de alcanzar la Gloria
del Reino prometido al sentirse hijos, rescatados por los méritos del Hijo de
Dios, nuestro Señor Jesús.
Saben y esperan que el final de esta vida es el comienzo de la verdadera y eterna. Y, por eso y para eso, su guía es la Palabra de Dios que les orienta su camino y le lleva a un encuentro gozoso de plenitud y eternidad con el Padre.