Esa es la pregunta
que nos viene inmediatamente y nos interroga en lo más profundo de nuestro
corazón: ¿Está el Señor con nosotros? Y lo hacemos en esos momentos de tedio,
de desolación, de oscuridad, de confusión, de tristeza y de contrariedades.
¿Dónde estás, Señor, que mi vida me acongoja y me abate? Y son esos momentos
los que me traen la duda a mi corazón.
Hay muchos
momentos de mi vida que me siento como cualquier israelita contemporáneo del
Señor. En Egipto, a pesar del sufrimiento, se comía y se vivía. Pero en el
desierto no hay esperanza, todo es camino de muerte. Y nace la desesperación y
la llamada: ¡Señor!, ¿dónde estás?
Es evidente que la
sed te mantiene vivo y expectante. Hay deseos de beber y tras esos deseos
caminos de búsqueda y de petición. ¡Señor, dame de beber! Y un agua que me deje
saciado hasta el punto de no tener que beber más.
Sin embargo, eso
será, y conviene que sea, al final de la prueba, al final del camino. Porque,
de quedar satisfecho ahora posiblemente abandonaríamos la búsqueda ansiosa y deseosa
de Dios. Quizás no hayamos pensado que sería de nosotros de estar satisfechos.
Eso tiene relación con las riquezas, con los hastiados en la abundancia de todo.
Posiblemente no sentirían la necesidad de Dios.
En este sentido el tiempo cuaresmal nos viene bien. Un tiempo de penitencia, de deseo de búsqueda y encuentro con el Señor que nos sacia y nos mantiene errantes en el camino hacia la Casa del Padre. Porque es allí, en la Casa del Padre, donde tendremos esa Agua Viva que nos quitará eternamente la fe. Caminemos pues firmes con esa esperanza.