lunes, 22 de enero de 2018

INVADIDOS POR EL ESPÍRITU SANTO

Mc 3,22-30
Cuando uno está dolido y sometido a sus pasiones, a su soberbia, orgullo y ambiciones, deja de ser sí mismo y se convierte en un esclavo de sí mismo. Y esto ocurre sin darse cuenta mientras no lo reconozca. Es posible que alguien se lo advierta, pero, posiblemente, no lo admitirá. E incluso sufrirá y sufrirá alimentado y reforzado por su orgullo y soberbia. Luego, pasado el tiempo necesario, es posible que se dé cuenta, pero, posiblemente, ya sea tarde. Aunque con respecto a Jesús nunca es tarde, pues siempre, mientras haya vida en este mundo, hay esperanzas y posibilidades de conversión.

Y en estas condiciones, los hombres son capaces de defenderse y autojustificarse distorsionando la realidad y acusando de lo que sea por muy disparatado que sea, valga la redundancia. Es el caso que no ocupa en el Evangelio de hoy. Nada más disparatado que acusar a Jesús de que expulsa a los demonios en connivencia con ellos. ¿Es posible que estando endemoniado pueda expulsar a los demonios? ¿Es posible estar poseído y expulsar los demonios por el príncipe de los demonios?

Jesús argumenta esa acusación y la derriba simplemente con sentido común: «¿Cómo puede Satanás expulsar a Satanás? Si un reino está dividido contra sí mismo, ese reino no puede subsistir. Si una casa está dividida contra sí misma, esa casa no podrá subsistir. Y si Satanás se ha alzado contra sí mismo y está dividido, no puede subsistir, pues ha llegado su fin.  Algo tan sencillo y fácil de explicar que deja todo muy claro: Si una casa está dividida contra sí misma, esa casa no podrá subsistir. Y si Satanás se ha alzado contra sí mismo y está dividido, no puede subsistir, pues ha llegado su fin. Pero nadie puede entrar en la casa del fuerte y saquear su ajuar, si no ata primero al fuerte; entonces podrá saquear su casa. Yo os aseguro que se perdonará todo a los hijos de los hombres, los pecados y las blasfemias, por muchas que éstas sean. Pero el que blasfeme contra el Espíritu Santo, no tendrá perdón nunca, antes bien, será reo de pecado eterno».

Todo pecado será perdonado, pero, primero hay que reconocerlo y despojarnos del orgullo y la soberbia tal y como decíamos al principio. Sólo dejándonos invadir por la humildad y abriéndonos a la acción y misericordia del Espíritu Santo, que nos dará la sabiduría, la fortaleza y la humildad necesaria para reconocernos pecadores, encontraremos la paz y el perdón necesario. Por lo tanto, abrámonos a la acción del Espíritu Santo, recibido en nuestro Bautismo.