La experiencia de
Jesús al llegar a su pueblo – Nazaret – fue la de sentirse rechazado por sus paisanos,
amigos y conocidos. Muchos habían crecido con Él y otros eran vecinos de sus
padres. Conocían sus orígenes y les resultaba difícil entender de donde le venía
a aquel niño con el que jugaron y vieron crecer esa sabiduría y autoridad con
la que hablaba y exponía su Buena Noticia. De ahí su expresión:
No podían asumir
que ese paisano suyo fuese ahora el Hijo de Dios, el Profeta esperado por
Israel. Y podemos comprender que realmente se hace difícil entenderlo. Si
hacemos el esfuerzo de ponernos en su lugar podemos experimentar esa
dificultad. A pesar de la ventaja que tenemos, de los testimonios que se nos han
dado y de la formación y catequesis que la Iglesia nos ha dado, ¿creemos
nosotros ahora? ¿Nos resulta fácil creerle?
Desde esta
perspectiva y actitud podemos llegar a comprender el valor y la fe de esa viuda
de Sarepta y ese sirio de Naamán que arriesgaron obedeciendo hacer lo que se
les mandaba. ¿Lo hacemos nosotros? Como podemos deducir hay mucha tela que
cortar en este pasaje evangélico y mucho que reflexionar sobre nuestras
actitudes ante la Palabra de Dios. Este tiempo cuaresmal nos puede ayudar mucho
a empeñarnos en mirarnos interiormente y ver nuestras actitudes respecto al
Señor. Porque, nuestra conversión dependerá de la intensidad de esa mirada con
la que escrutemos nuestro corazón.
Es evidente que tras la prueba, la confianza depositada y la esperanza que nos impulse a obedecer nace, por la Gracia de Dios, la fe. De una forma u otra Dios nos revela su amor y misericordia cuando encuentra un corazón disponible y abierto a recibir su Palabra. Así sucedió con aquella viuda de Sarepta y el sirio Naamán. Tratemos también nosotros de situarnos en esas actitudes y abrir nuestros corazones para que la fe entre, nos invada y nos llene plenamente.