Es evidente que mi
fe no se puede concretar o descubrir según mis plegarias, mis visitas al
santísimo, mis Eucaristías, mis novenas
e incluso sacrificios. Eso puede ser signo de obediencia y fidelidad a una doctrina,
a una liturgia, a un código y hasta a una secta.
Mi fe se descubre
en la medida que mi vida se interesa por aquel que sufre, que carece de lo más
imprescindible, que vive en la pobreza o marginación. Mi fe se muestra en la
acción de mi justicia y misericordia. Y es así de claro porque en la medida que
mi vida sea justa y misericordiosa, mi vida se parece a la de Jesús, el Señor.
Luego, la
coherencia de mis oraciones, mi liturgia, mis Eucaristías, mis sacrificios
derivan en las consecuencias de mi fe. Una fe que está viva y comprometida en y
por amor en correspondencia al amor de Dios. Y eso se traduce en el interés por
los más pequeños, desvalidos, pobres, excluidos, inocentes…etc. Si eso no se
ve, mi fe está escondida en las apariencias o en el autoengaño de mi mismo. Y,
si podemos engañar y engañarnos, no podremos hacerlo con el Señor. Él sabe lo
que hay y sucede en lo más recóndito de mi corazón.
No busquemos razones ni signo. La fe no se puede razonar. La fe se entrega, se confía y pone toda su confianza en la Palabra del Señor. La Cruz es la razón más certera de que Jesús, el Señor, nos ama y entregó su Vida para salvar la nuestra. Y su Resurrección el signo y fundamento de nuestra fe.