| Lc 16, 9-15 |
Servando estaba desconfiado. Desde hacía
tiempo observaba que su amigo Felipe no era de fiar. Sospechaba que, por
dinero, podía ser capaz de cualquier cosa, incluso de hacer alguna locura. Eso
no le gustaba, pues apreciaba sinceramente a Felipe.
Un día lo notó nervioso. No quiso decirle
nada, pero comenzó a vigilarlo discretamente. Intuía que estaba tramando algo.
Se detuvo fingiendo estar distraído y vio
cómo Felipe se adueñaba de algo que no le pertenecía. No lo interrumpió. Solo
pensó:
«Lo sorprenderé más tarde».
Pasaron varios días. Una mañana clara y
apacible, Servando se encontró con Felipe. Sin pensarlo, como si una idea
repentina lo empujara, lo invitó a caminar.
—¿Te apetece un paseo? —preguntó—. El día
está como pintado para mover un poco el esqueleto.
—Sí, creo que vendrá bien hacer algo de
ejercicio —respondió Felipe, intentando mostrarse natural.
Caminaron largo rato. Ambos se sentían
distendidos. El día invitaba a ello. Tras cruzar toda la avenida, y ya de
regreso, decidieron sentarse a tomar un café.
—Buenos días —los saludó Santiago—. ¿Qué
desean los señores?
—Dos cafés —respondió Servando.
—Muy bien, enseguida.
En ese momento, en la mesa de al lado,
Pedro y Manuel mantenían una conversación intensa. Sus palabras llegaron con
claridad a los oídos de Servando y Felipe.
—¿No crees, Manuel, que el dinero tiene la
capacidad de acaparar el corazón humano? —preguntó Pedro.
—No solo eso —respondió Manuel—. Para
muchos, es la vía para sentirse seguros, valorados y con prestigio social.
Pedro iba a comentar algo más, pero Manuel
lo interrumpió con tono firme:
—La gran mentira es creer que uno posee
dinero… cuando en realidad es el dinero quien termina poseyendo a la persona.
Servando miró a Felipe con ternura.
Felipe, por su parte, escuchaba con el
gesto descompuesto. Algo dentro de él se removía. No sabía por qué, pero
aquellas palabras le estaban atravesando el alma.
Hubo una pausa. Manuel miró a todos y
continuó:
—La felicidad que buscamos no está en el
dinero. Necesitamos levantar la mirada y reconocer que la verdadera plenitud
humana se encuentra en los placeres sencillos de la vida.
Los rostros cambiaron. La tensión
desapareció
.
—Disfrutar de las amistades, contemplar la
naturaleza, gozar de la familia, admirar la belleza de la creación, servir a
quien lo necesita, orar, agradecer… —enumeró Manuel, mirando a cada uno—. Nada
llena más nuestro interior que esto. Entonces el corazón se expande, se agranda
y se convierte en alegría y generosidad.
Servando comprendió que no tenía que
decirle nada a Felipe. Bastaba verlo.
Felipe bajó la mirada.
«Sí —pensó—, la felicidad no está en el
dinero».
Había comprendido que el camino que
llevaba no conducía a ninguna parte.