Es fácil caer en
el peligro de mostrarse indiferente ante el talento del otro. Sobre todo si ese
otro es alguien de afuera, o contrario a nuestra manera de pensar. La vida nos
ha mostrado muchos ejemplos de ese cainismo que está anclado en nuestro
corazón. Y es, precisamente, esa inclinación al mal la que debemos tratar de
expulsar de lo más profundo de nuestro corazón en este tiempo de conversión y
fe – Cuaresma – que se nos brinda como oportunidad de salvación.
Es cierto que nos
cuesta quedarnos en segundo plano. Es cierto que nos duele que se mire al otro
mejor que a mí, pero es ese dolor el que nos purifica y nos abaja de nuestro
pedestal de soberbia y suficiencia. Es la cruz de la humildad la que nos salva,
no el talento o la suficiencia, que sólo sirven para entregarlas – para eso se
nos han dado - en servicio al que lo
necesita.
Ahí está establecida la lucha. Dejarnos llevar por nuestra soberbia significa hundirnos en los celos y envidia por el talento ajeno, y eso nos descontrola, nos empobrece y nos deja vacío de contenido y de esperanza. Tratemos de ser humildes y de reconocernos pobres y, nunca, mejores que otros.