Nuestra naturaleza
humana nos ayuda a descubrir que Dios, Creador del Cielo y la tierra, está
también a lado de sus criaturas. Y digo, nuestra naturaleza humana, porque su
debilidad nos exige la presencia a nuestro lado de un Padre Infinitamente Bueno
y Misericordioso que nos ayude, nos levante y nos sostenga de nuestras caídas,
de nuestros fallos y camino de oscuridad.
Y es que sin un
Dios – Espíritu Santo – a nuestro lado, caeríamos con mucha facilidad en las
garras del mundo, demonio y carne. La experiencia nos lo demuestra claramente en
la lucha sostenida que mantenemos con las drogadicciones, vicios, apetencias y
pasiones de nuestra propia y débil naturaleza.
No tendría ningún
sentido caminar solos por este mundo, con un demonio al acecho y la debilidad
de nuestra propia carne, sin un Dios Padre que nos acompañe y nos levante de
nuestras caídas y pecados. Un Dios Padre que nos atienda, que sane nuestras
heridas, tanto físicas como espirituales, tal es el caso del leproso del
Evangelio de hoy, y nos acompañe hasta el final de nuestro trayecto en este
mundo.
Un Dios que, eso sí, deja actuar nuestra libertad, regalo de su creación, para que seamos nosotros los que decidamos abrirnos a su asistencia y ayuda y, creyendo en Él, sigamos sus pasos y estela confiando en su Palabra. Un Dios cercano que se nos ha revelado en la segunda Persona de su Santísima Trinidad, el Hijo, para revelarnos y anunciarnos la Misericordia Infinita del Padre.