domingo, 6 de noviembre de 2016

EL PROBLEMA DE NUESTRA RAZÓN

(Lc 20,27-38)
Razonamos mal y, como es de suponer, nos equivocamos. No se puede extrapolar nuestro razonamiento en este mundo para el otro. No podemos pensar que el otro mundo, el eterno, será con los mismos patrones que este, y que, allí, continuaremos una vida similar a la de aquí. Nuestra razón no sirve y nos traiciona. Y si no somos capaces de abstraernos de esta limitación humana, estamos perdidos.

Estamos llamados a otra vida que no tiene nada que ver con esta. Al menos no sabemos cómo será ni tampoco podemos suponerla como nuestra razón alcanza a imaginarla. Todas nuestras especulaciones son quimeras y disparates. No sabemos como será esa mansión y vida que Jesús nos prepara. Y así nos lo dice Jesús: «Los hijos de este mundo toman mujer o marido; pero los que alcancen a ser dignos de tener parte en aquel mundo y en la resurrección de entre los muertos, ni ellos tomarán mujer ni ellas marido, ni pueden ya morir, porque son como ángeles, y son hijos de Dios, siendo hijos de la resurrección», en respuesta a aquellos saduceos que le habían planteado el problema respecto a la mujer casada con los siete hermanos.

«Y que los muertos resucitan lo ha indicado también Moisés en lo de la zarza, cuando llama al Señor el Dios de Abraham, el Dios de Isaac y el Dios de Jacob. No es un Dios de muertos, sino de vivos, porque para Él todos viven».

De cualquier forma, sí podemos razonar que la vida sería un fracaso si, creados para vivir tuviésemos que morir. Eso si que no tiene sentido y que lo lógico sería suponer que hay otra vida más plena, justa y gozosa para todos. Y que este paso por el mundo es la llave y la oportunidad de alcanzarla. 

Porque experimentamos que ese anhelo y deseo vive dentro de nosotros. Es la huella del Dios Eterno que nos ha creado para vivir eternamente con Él.