Esta vida vale en
la medida que nos da la oportunidad de ganar la otra, la verdadera, la plena y
eterna. Su valor – el de esta vida - está en relación directa con la otra. De modo
que «quien pierda esta vida, ganará la otra (Mt
16, 25)».
Es evidente que
desde este pensamiento y convicción, el miedo decrece hasta el punto de que
llega a desaparecer. Incluso, pensándolo bien, sería hasta una gracia perder la
vida por defender la fe en nuestro Señor, puesto que con ello ganamos la
verdadera Vida Eterna plena de gozo y felicidad.
Somos humanos y
posiblemente el miedo nos invade y amenaza. Es condición humana tener miedo,
pero contamos con el Espíritu de Dios, que venido a nosotros en la hora de
nuestro bautismo, nos acompaña, nos fortalece y, sobre todo, en esos momentos
nos da la valentía y la fuerza para soportar cualquier martirio hasta el punto
de dar nuestra vida por defender el Amor y Misericordia de nuestro Padre Dios.
Y no son promesas
sino realidades. La ingente, hoy más que ayer, de mártires que están dando la
vida en cada instante está presente en la Iglesia. Pidamos con toda confianza
que el Espíritu Santo nos fortalezca en esos momentos, si tenemos que dar
testimonio de nuestro Señor, para mantenernos firmes en el Señor.