Está
meridianamente claro que todos tendremos un fin. De la misma manera que hemos
iniciado nuestra vida, sin apenas darnos cuenta, iniciaremos también nuestro final.
Con la hora de nuestra propia muerte, o, quizás, ¡quién sabe!, con la venida
del Hijo del Hombre. De una u otra forma nos encontraremos con el Señor.
Y eso debe
alegrarnos, darnos fortaleza, sostenernos erguidos, en pie y firmes por la fe y
esperanza en el Amor Misericordioso de nuestro Señor. Él ha entregado su Vida
por salvar la nuestra, y vendrá al final de los tiempo ha darnos esa vida
eterna y gozosa que ha prometido a todos aquellos que ha puesto su vida en sus
manos y han creído en su Palabra.
Es verdad que las señales
del derrumbe y ocaso de este mundo son nefandas y nos ponen en un brete sin
posibilidades de efugios, pero nuestra confianza y fe en el Señor nos mantendrá
siempre alegres, esperanzados y confiados en nuestra salvación por su Amor
Misericordioso.
Por nuestra parte
debemos estar preparados. Siempre contando con la Gracia del Señor y la
asistencia del Espíritu Santo. Y, confiados en su Infinita Misericordia,
esperar con fe y alegría que el Señor nos colme de felicidad eterna.