Esa es la
intención que haya simientes evangélicas en todo lugar y en toda circunstancia.
El fruto dependerá de la calidad del terreno. De la misma forma, el Evangelio
ha de ser proclamado sin más intención. Se convertirán aquellos que sean capaz
de dejar enraizar en la profundidad de sus corazones la semilla evangélica hasta
el punto de dar frutos. Poque, de no haber frutos será señal de que la semilla
no habrá hundido sus raíces en lo más profundo de su corazón.
Les hablaba en
parábolas y la del sembrador concretamente viene a descubrirnos esa siembra de
la Palabra de Dios. Una siembra donde la semilla cae en todas partes y donde lo
que menos importa es el lugar o la tierra ya sea camino, pedregal o entre
zarza. Lo que verdaderamente importa es la acogida, el hacerla vida en tu vida
y en darle voz con tu vida y palabra que resuene en tu corazón y salga de él
hacia los demás.
No importa ni la
cosecha ni el fruto a la hora de sembrar porque eso dependerá de aquel que la
reciba. Incluso a pesar de ser en la orilla del camino, en tierra poco profunda,
en el pedregal o entre zarza. Solo dependerá de tu capacidad para creer en ella
y acogerla aunque esté a expensa de los pájaros que te amenazan, la poca tierra
que te angosta, el pedregal o la zarza. Quizás la vida de muchos mártires puede
alumbrar lo que quiero significar, tal puede ser el caso de Carlos de Foucauld
u otros muchos.
Ahora, preguntarnos por la calidad de nuestra tierra y tratar de abonarla y mejorarla para que la semilla de la Palabra enraíce y dé frutos será nuestra misión, nuestra obra y nuestra fe, en la esperanza de injertados en el Espíritu Santo – recibido en el instante de nuestro bautismo – podamos por su Gracia lograrlo.