Lc 11, 15-26 |
No
comprendía lo que le pasaba. Estaba confuso, desconcertado, y no atinaba a
dominarse. Su mirada se extasiaba en la tentación lasciva y le costaba
resistirse.
«¿Qué demonio me pasa?», pensó desde lo más profundo de su corazón. Comprendía
que no obraba bien, y que ese vicio o placer podría acarrearle graves
consecuencias. Ya había sufrido algunas experiencias de este tipo y no quería
correr el riesgo de complicarse. Además, ¿y su familia? —se dijo.
Rogelio
se esforzó en distraer su mente. Trató de buscar otros horizontes dignos de ser
contemplados, que le ayudaran a limpiar su corazón de esa maligna perdición.
Ya, algo más calmado, recordó que en la tertulia —a la que acudía de vez en
cuando— había encontrado buenas respuestas a muchos interrogantes que se
presentan en la vida.
Y, sin apenas pensarlo, movió sus pasos hacia aquel lugar.
Se
encontró con una tertulia animada y con bastantes tertulianos. Antes de
saludar, buscó con sus ojos a Manuel. Le interesaba su opinión sobre lo que
intentaba compartir. Su rostro dibujó una sonrisa al percatarse de que estaba
allí. Y también su buen amigo Pedro.
—Buenos
días, señores. ¿Cómo anda la vida?
—Buenos
días, Rogelio —respondieron algunos—. ¡Cuánto tiempo sin venir por aquí!,
aludió uno de ellos.
—Sí,
hay épocas en que otros asuntos me lo impiden. Sin embargo, hoy he recordado
las veces que, en esta tertulia, he encontrado luz y respuestas a muchos
interrogantes que se nos plantean en la vida.
—Me
alegra oírte decir eso, Rogelio —respondió Manuel—. Eso fortalece y anima a
seguir reuniéndonos y a compartir nuestras vivencias e inquietudes. Sobre todo,
desde la Palabra de Dios.
—Yo
también lo creo —respondió Rogelio—, y por eso, atormentado y seducido por mis
pensamientos lascivos, he pensado que aquí podría encontrar luz ante esas
inclinaciones.
—Solo
en la Palabra de Dios podemos hallar solución a nuestros problemas —dijo
Manuel—. En (Lc 11, 15-26), Jesús expulsa a esos espíritus inmundos —o
demonios, como decían entonces—, limpiando y liberando a las personas de esas
fuerzas que las aprisionaban y extraviaban.
—Pienso
que esos son mis síntomas —respondió Rogelio—. Me siento encadenado e impotente
para resistir esas tentaciones.
—El
mal —dijo Manuel— no solo es dominado por otro mal mayor, como puede suceder,
sino por la bondad y la compasión, que lo desenmascaran y disipan, como es el
caso de Jesús.
—No
sé qué me ha sucedido, pero, mientras hablabas, me siento fortalecido y capaz
de luchar contra esos deseos lascivos.
Rogelio
había comprendido que la misericordia tiene un poder restaurador: cuestiona y
confunde el mal, rehabilita el corazón y nos compromete en la senda de la vida,
como hacía Jesús, nuestro Señor: misericordioso y compasivo.