De alguna manera,
aunque no lo reconozcamos, late en nuestro interior una sensación de
superioridad respecto a otras personas que consideramos inferiores o de menor
categoría. No es que estemos de acuerdo con esa sensación, ni que tampoco
consideremos que eso sea así. Somos verdaderamente iguales e hijos todos de un
mismo Padre Dios. Pero, sin embargo si padecemos ese pecado que, aun queriendo
rechazarlo, se nos cuela en nuestro corazón.
De cualquier
manera no debemos preocuparnos. Nuestra condición – lo confesamos a diario – es
pecadora y en ello entra ese pecado. Lo importante y en lo que no debemos ceder
es en la lucha de resistirnos a pensar y creer esa sensación con las que el
demonio, que quiere dividirnos, nos tienta.
El Señor es
misericordioso y nos parecemos más a Él en la medida que también nosotros
seamos misericordiosos. Sobre todo con los más pobres y necesitados. Es
evidente y no cabe ninguna duda que el amor de una madre se aproxima mucho,
desde nuestra pequeñez humana, al amor de Dios. Si hemos sido creados a su imagen
y semejanza, esa característica de la misericordia es notable. En el pasaje
evangélico de hoy, esa madre sirio-fenicia, mujer despreciable religiosamente
para cualquier judío, no duda en buscar al Señor a pesar de la alta posibilidad
de ser rechazada o impedida de llegar a su lado. Su deseo de liberar a su hija
es más fuerte que su miedo al ridículo o desprecio.
La gran sorpresa, que también nos puede sorprender a nosotros y servirnos de acicate y testimonio, es encontrarnos con la Misericordia de nuestro Padre Dios. Una Misericordia que nos salva y que nos iguala a todos como verdaderos hijos de Dios.