Una y mil veces
Jesús repite que ha venido a redimir a los pecadores. Una y mil veces nos muestra
su Infinita Misericordia, y, una y mil veces su Infinito Amor queda probado
hasta el extremo de entregar su Vida por cada uno de nosotros. De modo que no
hay ni queda ninguna duda, Jesús ha venido a salvarnos, pero de manera preferente
a los más pequeños, desvalidos y pobres. A aquellos que no tienen defensa ni
voz, pensemos en los niños vivos dentro del vientre de sus madres, y a los que,
necesitados de todo, esperan su Amor Misericordioso que les salve de la
esclavitud del pecado.
Es evidente que debemos
tener un corazón de niño para humildemente rendirnos y abrirnos a su Amor
Misericordioso. Con el tiempo y los años, el corazón del hombre se ha ido
endureciendo y, ahora se rebela contra su Creador. Ya no le basta su Palabra,
ni siquiera sus milagros. Exige pruebas que le satisfaga y que le demuestra
cuando le apetezca que su Dios es un Dios de Poder Infinito y Creador de todo
lo visible e invisible.
Quiere imponer su
voluntad y su razón. Su corazón ha dejado de ser dócil y creer en lo que le
dice su Padre. Ya ha crecido y se cree fuerte y suficiente. No está dispuesto a
creer sino en lo que ve y su razón le asiste. No se fía de su Padre Bueno. Ya
no es aquel niño confiado en la bondad de su padre que le buscaba todo lo mejor
para él y le defendía de todo peligro. Ahora es él el que lleva la voz
cantante.
Y se vuelve a
equivocar. Mientras su corazón – nuestros corazones – no vuelva a ser como
cuando era niño – es decir, confiado, sabiendo que su padre siempre le buscará
y dará lo mejor y que lo que le propone es su felicidad – se perderá y errará
el camino de salvación. Mientras no se de cuenta de que la propuesta de su
Padre es la mejor y la única que le conviene seguirá rechazándole y apostando
ciegamente por esté mundo y sus ambiciones caducas y de perdición.