Hay momentos que
tu voluntad se fortalece y te empeñas – hasta conseguirlo – superar barreras que
parecen imposibles de superar. Eso tiene un nombre – fe – y te sientes empujado
`por ella hasta el punto de hacer cosas inimaginables o aparentemente
imposible. Es el caso del Evangelio de hoy. Aquellos hombres estaban
convencidos del poder curativo de Jesús que se inventaron – abriendo un boquete
por el techo del tejado – la forma de llegar a Jesús.
Ahora, ¿es nuestra
fe suficiente y fuerte para empujarnos a buscar a Jesús? Esa es la pregunta que
podemos, al menos a mí me lo sugiere, entresacar de la lectura y reflexión de
este Evangelio. ¿Busco a Jesús convencido de que Él es mi curación, y no solo
temporal en este mundo, sino en la vida eterna? Porque, si hay una cosa cierta
es que todos abandonaremos este mundo e iremos al verdadero y eterno para el
que hemos sido creados.
Por tanto, es
evidente que de cómo andemos por este mundo gastando nuestro tiempo y dándonos
a los demás en amor y misericordia tendrá mucho que ver de cómo pasaremos nuestra
vida en la eternidad. De si, junto a Dios en su gloria y gozosos o con remordimientos,
angustia y sufrimientos.
Es posible, y de hecho se produce, que a muchos esto le resbale y piensen que lo importante es vivir despreocupado, egoístamente y lo más feliz aquí mientras caminan por este mundo. Pero, la realidad no es esa por mucho que se empeñen en querer verla así. La experiencia nos dice que aquí, por mucho que quieras no está ni en el poder, riquezas ni disfrute. Solo en el amor y misericordia se esconde esa felicidad que buscas.