sábado, 16 de mayo de 2009

El MILAGRO DE LA VIDA.


Hace días, cuando me disponía a cerrar la ventana, debajo de la cual hay una planta, cuyo nombre desconozco, pues de planta sé muy poco, observé que estaba muy deteriorada y débil. Sus hojas yacían cabizbajas y debiluchas mostrando el rendimiento a inclinarse agotadas con el sufrimiento de no poder aguantar más. Su aparente estado olía desesperadamente a muerte y su agonía era apremiante.

Sorprendido por tal visión, espeté a Berta lastimado por la perdida de la planta, pues había sido un hermoso regalo de mi hijo Pepe y su encantadora novia María. Más, Berta, mi mujer, más conocedora de lo que podía pasar, respondió con el regalo de un poco de agua, sólo un poco, que a gritos silenciosos, la sencilla y humilde planta clamaba desesperadamente. Sólo quedaba esperar y mis recelos de que pudiera entonarse estaban en cierta duda.

Al día siguiente, invitado por Berta a que mirase la planta, mi sorpresa fue todavía mayor, pues su vitalidad y fuerza cantaban al mundo su agradecimiento por el agua recibida. Su color verde contrastaba con una hoja amarilla que había muerto en la agonía, pero su resplandor general y sus hermosas hojas firmes, esbelta y de un sano y brillante color explicaban al mundo el milagro vital del agua (vease la fotografía arriba mostrada).

Lamenté no haberle hecho una fotografía en el anterior y lamentable estado, pero ahora sí se la iba a hacer, y arriba se las muestro. Es asombroso ver la diferencia. Imaginesen todas esas hojas que ustedes ven ahora tan esbeltas y hermosas, caídas, torcidas y derrumbadas.

Simultaneamente y, como de forma instantánea, surgió en mí está reflexión que trato de plasmar y de rumiar para provecho propio y de todos los que puedan aprovechar. Así como el agua es vital para la vida de las plantas, la oración es vital para la vida espiritual de un creyente. Así como el árbol necesita podarse, limpiar sus ramas infectadas, enfermas, desformadas y asimétricas, así, nosotros necesitamos también podar nuestra vida para no dejarla debilitar, enfermar y perderse.


Tengo que podar mi voluntad, y ejercitarla en una disciplina, alumbrada por la razón y sentido común, de hábitos constructivos y armónicos que estructuren mis actos de conductas y coloreen y fortalezcan mis responsabilidades. Tengo que podar mis sentimientos y afectos, que se desvían por las apetencias de tragar mucha agua, más de la que necesito, e ingesta mi voluntad y fortaleza, debilitándome y perdiéndome.

Tengo que podar mis amistades, que me pesan demasiado y me contagian a dejarme guiar por un camino indisciplinado,. fácil, cómodo y desorganizado, que dará al traste con el cuidado de mis ramas, de mi limpieza, de mis buenos hábitos, de mi entrenamiento, de mis ratos de sol y sombra, de mi propia contemplación, de ser yo mismo.

Tengo que podar mis resultados, y cuidar mi eficacia y mis talentos (frutos), pues soy árbol para dar frutos y debo de producirlos de la mejor calidad, en razón a mis talentos y dones, y no desperdiciarlos y mal gastarlos. Tengo que ser fiel a lo que se me ha dado, y responder en consecuencia. Tengo que estar muy pendiente a la poda de mi vida, pues en el camino hay muchas cosas que dejar y tomar, pues sólo lo bueno y verdadero permaneces, lo demás perece.

Y tengo, fundamentalmente, que aconsejarme por el mejor cultivador, por el mejor jardinero, por el mejor y más sabio labrador. Porque sólo teniendo al que lo sabe todo, lo arregla todo, lo cuida todo, y se ofrece y entrega a hacerlo, es como puedo mantener mi árbol erguido, digno, hermoso, fuerte y eternamente feliz.

El Evangelio de hoy nos muestra, casualmente, el contenido de lo que quiero expresar en esta simple reflexión, y precisamente por boca del que tiene verdadera autoridad para decirlo: JESÚS. Sin ÉL nada podemos hacer, y sólo permaneciendo en ÉL y cumpliendo sus mandamientos, podemos mantener nuestro propio jardín hermoso y eternamente cuidado.