Por experiencia sé que en mi vida hay momentos de oscuridad y de desorientanción; hay momentos de flaqueza y también de fortaleza. Hay momentos de alegría, pero también de tristeza. Pero, a lo largo de mi camino he descubierto que sin Dios mi vida se llenaría de oscuridad y de sin sentido y, tal y como título esta reflexión, brillaría la oscuridad y la muerte.

Sería el caos, el vacío de lo absurdo y disparatado, la anarquía, que muchos quieren imponer para, revuelto todo, vivir en la oscuridad del pecado y del egoísmo. No han desaparecido Sodoma y Gomorra, están presentes también en nuestras vidas. No nos hace falta imaginar mucho, sino simplemente observar con atención y con agudeza de mira. En este contexto la necesidad de Dios se hace patente y muy necesaria. Diría, imprescindible. Sin Dios sería imposible vivir, sentir y experimentar el verdadero amor que late y vive dentro de nuestros corazones.
El ser humano, obra creadora de Dios, tiene en su corazón la huella del Amor de Dios y su inclinación es amar como Él nos ama. Otra cosa es la impureza que llevamos dentro originada por el pecado original, valga la redundancia. Ese pecado nos predispone a ser contaminados y heridos en nuestro amor. Nos cuesta amar y más de forma gratuita. Sin embargo, ese deseo de amar, que sentimos en lo más profundo de nuestros corazones, es irresistible y siempre está vivo en nuestros corazones.
Por eso, necesitamos exteriorizarlo a otros y a otros lugares del mundo, porque, el hombre ha sido creado para amar y, si no lo logra se queda triste y enferma. Hoy, el Evangelio, nos descubre esa dimensión y vocación apostólica de proclamar y anunciar la Palabra de Dios. Es verdad que somos enviados como corderos entre lobos, pero lo hacemos por amor y apoyados en el Espíritu Santo. Él nos defiende, nos asiste, nos auxilia y nos protege. Nos da fortaleza y sabiduría para anunciar la Buena Noticia de Salvación y es garantía de éxito, a pesar de nuestra torpeza, nuestras debilidades y fracasos.