Es evidente que
para ver se hace necesario la luz. Sin luz nos será imposible ver y su
presencia y necesidad es perentoria. De modo que, en la oscuridad todo queda
oculto y es propicia para las apariencias y mentiras con la intención de
ocultar nuestros pecados. Por el contrario, en la luz todo se ve y queda al
descubierto.
Pero no todo se
descubre a la luz. Las intenciones y actitudes son intangibles y no pueden
verse a simple vista. Se necesita una mirada profunda que pueda penetrar y
llegar a lo más profundo del corazón de la persona. Tampoco el camino a seguir
queda muy claro a pesar de que la luz del día nos alumbra.
Solo hay una Luz
que es capaz de alumbrarnos tanto exterior como interior, y además con absoluta
Verdad. Es la Luz que nos manda el Espíritu Santo, que tras la ascensión del
Señor a los Cielos, bajó para alumbrarnos el Camino, la Verdad y la Vida. Una Luz
que hoy se nos revela en el Monte Tabor – la Transfiguración – que el Señor descubre
a Pedro, Santiago y Juan como anticipo de su Resurrección.
Y así lo debemos entender también nosotros. Tras el aparente fracaso de la crucifixión de Jesús en la cruz, su Resurrección descubre el triunfo de su Amor. Amar para resucitar, esa sería la consigna que Jesús nos dejaría tras su Pascua – paso de la muerte a la vida – y la Buena Noticia que nosotros debemos transmitir. Tras la cruz se esconde el triunfo, el gozo, la felicidad, el camino, la verdad y la vida eterna.