viernes, 31 de octubre de 2025

UN CORAZÓN COMPASIVO

Lc 14, 1-6

    La sala se había quedado vacía. Adolfo, el médico que daba la consulta, se despojaba de su bata blanca y se disponía a abandonar el lugar.

    Momentos antes, la auxiliar había despedido a una persona que esperaba pacientemente su turno.
    —Váyase, por favor. Le he llamado a su nombre y nadie ha respondido. Ya es tarde. La consulta ha terminado.
    —Pero… tengo un malestar que no soporto. No he podido llegar antes por culpa de un atasco. Por favor, tenga compasión de mí. Vivo lejos de aquí y no podría soportar este dolor toda la noche. Además…

    La enfermera —interrumpiéndole, con el ceño fruncido y gesto de impaciencia— le señaló con el pulgar la puerta de salida.
    —¡Además, el doctor ya se ha ido! ¡No hay nada que hacer!
 
    En ese instante se oyó el repiqueo de la puerta. Tras el ruido, apareció el doctor, con paso firme hacia la salida. En principio, no se fijó en la escena que tenía delante, pero, tras dar unos pasos, algo en su interior le hizo detenerse.
Más tarde diría que no supo explicar qué impulso le llevó a volver la mirada.

    —¿Qué sucede, Fernanda? —preguntó.—Nada de importancia, doctor —replicó la auxiliar—. Un inoportuno paciente que insiste en ser recibido.

    Adolfo miró a aquella persona. Percibió sus gestos de dolor y, poniéndose en su lugar, se compadeció.
    —Hágale pasar —dijo con serenidad—. Trataré de calmar su dolor.
 
    Fernanda puso cara de sorpresa y, al mismo tiempo, de resignación. No acogió bien la decisión del doctor. Con un tono entre enfado y fastidio, dijo:
    —Pase usted. Siéntese ahí.
 
    En pocos instantes apareció Adolfo. Su aspecto era agradable y su voz, cálida y cercana. Todo en él inspiraba confianza.

    Después de examinarlo con atención, no solo le prescribió unas pastillas, sino que, abriendo una gaveta, se las puso en las manos.
    —Tómese una al acostarse —le indicó—. Si el dolor persiste, vuelva a tomarse otra a las seis horas. Si se alivia y duerme toda la noche, tranquilo. Al desayunar, repita la dosis. Espero que con eso desaparezca su malestar.
 
    Higinio, el paciente, se quedó con la boca abierta. No sabía qué decir. Solo pudo, con una expresión de agradecimiento, murmurar:
    —Gracias, Señor. Que Dios se lo pague.
 
    Adolfo, el médico, sabía lo que hacía. Aquella misma mañana, antes de dirigirse a su trabajo, había leído el Evangelio del día (Lc 14, 1-6), cuando Jesús dijo a los fariseos con los que comía:
    «¿Es lícito curar en sábado o no?».
    Ellos se quedaron callados. Jesús, tocando al enfermo, lo curó y lo despidió.
 
    La lección que Adolfo le dio a Fernanda iluminó toda la consulta.
    La despedida que ofreció a Higinio fue el signo de que había comprendido que las personas están antes que los horarios