miércoles, 24 de febrero de 2021

UNA PADRE MISERICORDIOSO

Lc 11,29-32

Disparamos nuestra soberbia ensoberbecidos por nuestras propias convicciones e ideas que, quizás, sin darnos cuenta, o dándonos cuenta, anteponemos a Dios. Seguimos empecinados en pedir signos y pruebas. Nuestra fe, que creemos un don nuestro, la vendemos cara y no la damos de balde. Exigimos señales que venzan nuestro orgullo y puedan con la resistencia de nuestra fe convenciéndonos. Realmente, somos necios e idiotas.

Muchos otros han derramado y entregado su fe por mucho menos que lo que escuchamos y oímos nosotros. El ejemplo lo tenemos en el pueblo de Nínive cuando Jonás fue a predicar la Buena Noticia - Jn 3 - y el pueblo respondió a su llamada de conversión. Sin embargo, aquí muchos seguimos empeñados en tentar al Señor exigiéndole un signo.

¿Es que no tenemos con su Palabra y las obras de su Vida? ¿No nos basta su Muerte en la Cruz por cada uno de nosotros y, luego, al tercer día, su Resurrección? ¿Qué nos sucede, queremos más signos? ¿Estamos ciegos? Necesitamos espacios - ahora es tiempo propicio, la Cuaresma - para reflexionar, orar y encontrarnos verdaderamente con el Señor. 

Fijémonos en su Infinita Misericordia. A pesar de nuestra tozudez y pecados, nos espera pacientemente tal y como nos cuenta en aquella parábola hermosa del hijo pródigo y Padre amoroso. Él, nuestro Padre Dios, es un Padre amoroso y misericordioso que nos espera siempre, a pesar de nuestros pecados y de darle la espalda, con los brazos abiertos.