miércoles, 13 de julio de 2022

RELACIÓN PADRE E HIJO

Nunca olvidaremos la relación de niño, ¡si la hubo!, con nuestros padres. Papi esto, mami lo otro… Nos sentíamos protegidos y atendidos por nuestros padres. Éramos pequeños y humildes ante la grandeza y el poder de nuestros padres. Así, al menos, los percibíamos de pequeños. Nuestro padres eran nuestros bienhechores y de los que recibíamos todo lo que necesitábamos.

¿Qué ha sucedido después, cuando nuestra infancia ha terminado? Al crecer y hacernos mayores hemos dejado de ser niños, y, por supuesto, ya no nos sentíamos ni pequeños ni humildes ni necesitados. Somos ahora suficientes y nuestros propios bienhechores. Por tanto, la relación con nuestros padres ha cambiado. Será cuestión de cada uno reflexionar sobre su propia relación paternofilial.

Ahora, ¿cuál es nuestra relación con Dios? ¿La de aquel niño que hizo la primera comunión y, más tarde, se confirmó? ¿O la del muchacho que se hizo adulto y mayor y ya percibe que no necesita de Dios? Posiblemente, si ese ha sido el cambio, experimentaremos que nos hemos alejado de nuestro Padre Dios. ¿Por qué?, nos podemos preguntar. Pues, sencillamente, porque, como leemos hoy en el Evangelio, hemos dejado de ser niños.

 

«No cabe ninguna duda que todos hemos sido niños en una etapa de nuestra vida», pensaba Manuel. «La relación con nuestros padres cambia según las etapas y, cuando somos niños tenemos una relación más confiada, más abandonada en sus manos».

Ensimismado en estos pensamientos, vio llegar a Pedro y no pudo resistir hacerle la pertinente pregunta.

―¿Qué piensas sobre lo que nos dice hoy el Evangelio?

―Creo ―dijo Pedro― que nuestra relación de niños con nuestros padres es totalmente diferente que de mayores. Y, supongo, perdemos esa inocencia, esa frescura de sentirnos arropados y protegidos como cuando éramos niños.

―¡Estoy de acuerdo! ―respondió Manuel. Sin embargo, con respecto a nuestro Padre Dios, nunca debemos perder esa inocencia y esa relación de pequeño y humilde. ¡Es nuestro Padre Dios, Señor de la vida y la muerte!

―Es cierto ―afirmó Pedro. Al crecer nos creemos suficientes.

―Y perdemos nuestra inocencia con respecto a nuestro Padre Dios. Nos costará mucho abajarnos y hacernos pequeños para abrirnos al Espíritu Santo.

 

Y esa es la realidad presente. El hombre se siente fuerte y capaz de rechazar a Dios. Se cree capaz de encontrar la verdad por sí solo. Piensa que no necesita tanto del Amor y la Misericordia de Dios y, en esa actitud, cierra su corazón a la Palabra de su Padre Dios.