Nunca
olvidaremos la relación de niño, ¡si la hubo!, con nuestros padres. Papi esto,
mami lo otro… Nos sentíamos protegidos y atendidos por nuestros padres. Éramos pequeños
y humildes ante la grandeza y el poder de nuestros padres. Así, al menos, los percibíamos
de pequeños. Nuestro padres eran nuestros bienhechores y de los que recibíamos todo
lo que necesitábamos.
¿Qué
ha sucedido después, cuando nuestra infancia ha terminado? Al crecer y hacernos
mayores hemos dejado de ser niños, y, por supuesto, ya no nos sentíamos ni
pequeños ni humildes ni necesitados. Somos ahora suficientes y nuestros propios
bienhechores. Por tanto, la relación con nuestros padres ha cambiado. Será
cuestión de cada uno reflexionar sobre su propia relación paternofilial.
Ahora,
¿cuál es nuestra relación con Dios? ¿La de aquel niño que hizo la primera comunión
y, más tarde, se confirmó? ¿O la del muchacho que se hizo adulto y mayor y ya
percibe que no necesita de Dios? Posiblemente, si ese ha sido el cambio,
experimentaremos que nos hemos alejado de nuestro Padre Dios. ¿Por qué?, nos
podemos preguntar. Pues, sencillamente, porque, como leemos hoy en el
Evangelio, hemos dejado de ser niños.
«No cabe ninguna duda que
todos hemos sido niños en una etapa de nuestra vida», pensaba Manuel. «La relación con nuestros
padres cambia según las etapas y, cuando somos niños tenemos una relación más
confiada, más abandonada en sus manos».
Ensimismado
en estos pensamientos, vio llegar a Pedro y no pudo resistir hacerle la
pertinente pregunta.
―¿Qué
piensas sobre lo que nos dice hoy el Evangelio?
―Creo
―dijo Pedro― que nuestra relación de niños con nuestros padres es totalmente
diferente que de mayores. Y, supongo, perdemos esa inocencia, esa frescura de
sentirnos arropados y protegidos como cuando éramos niños.
―¡Estoy
de acuerdo! ―respondió Manuel. Sin embargo, con respecto a nuestro Padre Dios,
nunca debemos perder esa inocencia y esa relación de pequeño y humilde. ¡Es
nuestro Padre Dios, Señor de la vida y la muerte!
―Es
cierto ―afirmó Pedro. Al crecer nos creemos suficientes.
―Y
perdemos nuestra inocencia con respecto a nuestro Padre Dios. Nos costará mucho
abajarnos y hacernos pequeños para abrirnos al Espíritu Santo.
Y esa es la realidad presente. El hombre se siente fuerte y capaz de rechazar a Dios. Se cree capaz de encontrar la verdad por sí solo. Piensa que no necesita tanto del Amor y la Misericordia de Dios y, en esa actitud, cierra su corazón a la Palabra de su Padre Dios.
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