Lc 6 39-42 |
Estaba
enfadado consigo mismo. No entendía cómo podía perder tan fácilmente el
control: se disparaba, se encendía y, como un caballo desbocado, terminaba en
el abismo. A pesar de sus intentos, las palabras le salían sin freno: insultos,
reproches, juicios precipitados.
Resignado y cansado de sus fracasos, reconocía
su pecado mientras apuraba un sorbo de café. Fernando
era uno de esos amigos que, de vez en cuando, se acercaba a la tertulia donde
solían encontrarse Pedro y Manuel.
—¡Fernando! —lo saludaron al unísono Pedro y Manuel—. ¡Qué alegría verte por aquí!
—Lo mismo digo —respondió Fernando—. No esperaba encontrarlos, pero me viene bien. Precisamente estaba pensando en mi mal carácter. Tengo fama de meter la pata, de criticar, de insultar… y al final todo acaba mal.
—¿Qué te pasa? —preguntó Pedro, preocupado.
—Lo de siempre: me fijo en los fallos de los demás y no quiero ver los míos. Voy dando lecciones como si todo lo supiera.
—Eso nos ocurre a casi todos —intervino Manuel—. Lo importante es querer corregirse. Justo hoy el Evangelio (Lc 6, 39-42) nos habla de eso.
—¿Y qué dice? —preguntó Fernando con cierto desespero.
—Que antes de fijarte en la mota que tiene tu hermano en sus ojos, mira la viga que tienes en el tuyo. —Pedro sonrió—. Da en el clavo, ¿no?
—Tal cual —respondió Fernando, algo aliviado—. Pero, aun sabiendo esto, me avergüenzo.
—Es normal —añadió Manuel—. Cuando reconocemos nuestros pecados, damos un paso de gigante. La vergüenza nos hace más humildes y nos recuerda que somos barro, iguales que los demás.
Fernando asentía. Su rostro, aunque triste, empezaba a reflejar serenidad.
—Me consuela escucharte, Manuel. Me levanta el ánimo.
—En el Evangelio siempre encontramos luz —concluyó Manuel—. Esa luz nos anima a levantarnos y seguir caminando.
Reconocer nuestros errores, nos baja del pedestal y nos coloca al lado de nuestros hermanos. Solo así podemos caminar juntos, buscando con sencillez los senderos del Reino que Jesús abre: caminos de humanidad, compasión y comprensión mutua.
—¿Qué te pasa? —preguntó Pedro, preocupado.
—Lo de siempre: me fijo en los fallos de los demás y no quiero ver los míos. Voy dando lecciones como si todo lo supiera.
—Eso nos ocurre a casi todos —intervino Manuel—. Lo importante es querer corregirse. Justo hoy el Evangelio (Lc 6, 39-42) nos habla de eso.
—¿Y qué dice? —preguntó Fernando con cierto desespero.
—Que antes de fijarte en la mota que tiene tu hermano en sus ojos, mira la viga que tienes en el tuyo. —Pedro sonrió—. Da en el clavo, ¿no?
—Tal cual —respondió Fernando, algo aliviado—. Pero, aun sabiendo esto, me avergüenzo.
—Es normal —añadió Manuel—. Cuando reconocemos nuestros pecados, damos un paso de gigante. La vergüenza nos hace más humildes y nos recuerda que somos barro, iguales que los demás.
Fernando asentía. Su rostro, aunque triste, empezaba a reflejar serenidad.
—Me consuela escucharte, Manuel. Me levanta el ánimo.
—En el Evangelio siempre encontramos luz —concluyó Manuel—. Esa luz nos anima a levantarnos y seguir caminando.
Reconocer nuestros errores, nos baja del pedestal y nos coloca al lado de nuestros hermanos. Solo así podemos caminar juntos, buscando con sencillez los senderos del Reino que Jesús abre: caminos de humanidad, compasión y comprensión mutua.