Todos buscamos saciarnos de todo aquello que nos
apetece y experimentamos que nos hace feliz. Dicho en otras palabras: «Buscamos ser felices».
Pero, sucede que no es cosa fácil ni tampoco sostenible. Sí, hay momentos de
felicidad, pero ella no se sostiene. La sustituye la tristeza o angustia, y hay
mucho momentos de desaliento o depresión.
El pan y pescado que nos ofrece Jesús, aunque de forma
metafórica, podemos decir es la antesala del verdadero alimento que nos sacia
plenamente. El pan y vino, especies materiales, que tras la epíclesis eucarística,
por la acción del Espíritu Santo, se transforman en el Cuerpo y Sangre del
Señor, sacia nuestras ansias de felicidad plenamente.
De modo que quien come su Cuerpo y bebe su Sangre vivirá eternamente y gozo y plenitud eterna. Así, en cada eucaristía recordamos de esta comida que Jesús ofreció a aquella multitud hambrienta. También nosotros, hoy, necesitamos saciar nuestra hambre de Dios, y a la Eucaristía acudimos con ese deseo: «Saciarnos del hambre de Dios»