jueves, 15 de octubre de 2020

CUANDO AMAMOS HACEMOS PRESENTE A NUESTRO PADRE DIOS


Suele ocurrir que la presencia de nuestro Padre Dios nos pasa inadvertida. Queremos notarle y advertir su presencia, pero no logramos, no sólo verlo sino también ni sentirlo. ¿Las causas?, posiblemente nuestra poca fe y la dureza de nuestro corazón. Es cierto, y también lógico, que nos cueste verlo. Creo que no estamos preparados y no resistiríamos su presencia. Me viene a la memoria la escena de la película "Los diez Mandamientos" y la escena de cuando regresa Moisés de encontrarse con el Señor en el monte Horeb con la zarza ardiendo. Su cara parecía de otro mundo y sorprendida por lo que había visto.

Ni siquiera delante de Él - presencia real en la Sagrada Eucaristía - cuando le adoramos real y presente en la  santa custodia, sentimos su presencia. Es verdad que lo queremos sentir, al menos esa es mi experiencia, pero se nos escapa su presencia. Sin embargo, Jesús vive, ha Resucitado y está presente entre nosotros. Esa es nuestra fe y su Resurrección el fundamento de la misma. El problema es que tanto nuestro corazón como nuestra fe están ciegas.

Es posible que no advirtamos que donde hay un acto de verdadero amor, allí se hace presente nuestro Padre Dios. Es posible que no nos demos cuenta que en cada instante de nuestra vida, sobre todo, cuando vivimos en la verdad, Dios se hace presente. Y eso lo advertimos cuando experimentamos interiormente una paz llena de gozo, sosiego y serenidad. Incluso, cuando nos sentimos amenazados por las tentaciones podemos apreciar y advertir que esa resistencia que oponemos nace de la presencia de Dios en nosotros. Es el Espíritu de Dios que, llamado a nuestro auxilio, nos fortalece y nos ayuda a vencer.

Es esa la sabiduría a la que hay que agarrarse con verdadera humildad y sencillez. Reconocer nuestras limitaciones y pobreza nos ayudará a abrirnos a la Palabra de Dios, tal y como dice nuestro Señor Jesús: «Yo te bendigo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a sabios e inteligentes, y se las has revelado a pequeños. Sí, Padre, pues tal ha sido tu beneplácito. Todo me ha sido entregado por mi Padre, y nadie conoce bien al Hijo sino el Padre, ni al Padre le conoce bien nadie sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar».