Posiblemente,
detrás de aquella anciana viuda, casada durante siete años, y luego viuda hasta
los ochenta y cuatro, según narra el Evangelio, había una decidida y
perseverante vigilancia por esperar la venida del Mesía prometido. Dice el
Evangelio que no se apartaba del templo sirviendo a Dios con ayunos y oraciones
noche y día.
Y la insistencia,
como nos invita al Señor ya mayor y en su vida pública – Lc 18, 1-8 – se hace
necesaria e imprescindible. Nuestra vida – camino hacia la Casa de nuestro
Padre Dios – es un camino de vigilancia, de perseverancia y de relación
constante, diaria y a cada instante con nuestro Padre Dios.
Conocemos nuestras
debilidades, nuestras facilidades para caer en la trampa de la seducción y del
pecado. Por tanto, estemos vigilantes, atentos, en oración constante para no
caer en la trampa que el mundo, demonio y carne nos tienden.
Ana, esa viuda,
hija de Fanuel, y de la tribu de Aser, nos puede servir de ejemplo. Su
constancia, su alabanza y actitud de dar a conocer a ese Niño Dios a todos los
que aguardan y esperan en el Señor, es una actitud que también nosotros podemos
hacer nuestra en nuestra vida. Primero en espera y vigilancia, y, segundo, en
constante relación con el Señor, y abiertos a la acción del Espíritu Santo que
hemos recibido en la hora de nuestro bautismo, para aprovechar las
oportunidades que nos da la vida para hablar del Señor y, con nuestras obras y
actitudes, mostrar su Amor y Misericordia a los demás.