Los padres de Jesús le presentaron en el templo. Era lo exigido por la ley, pero también necesario que Jesús, el Hijo de Dios, encarnado en naturaleza humana fuera presentado al mundo, porque, aunque desconocido por todos, menos por Simeón, ese Niño había venido para nuestra salvación: Y he aquí que había en Jerusalén un hombre llamado Simeón; este hombre era justo y piadoso, y esperaba la consolación de Israel; y estaba en él el Espíritu Santo. Le había sido revelado por el Espíritu Santo que no vería la muerte antes de haber visto al Cristo del Señor. Movido por el Espíritu, vino al Templo; y cuando los padres introdujeron al niño Jesús, para cumplir lo que la Ley prescribía sobre Él, le tomó en brazos y bendijo a Dios diciendo: «Ahora, Señor, puedes, según tu palabra, dejar que tu siervo se vaya en paz; porque han visto mis ojos tu salvación, la que has preparado a la vista de todos los pueblos, luz para iluminar a los gentiles y gloria de tu pueblo Israel». Su padre y su madre estaban admirados de lo que se decía de Él.
Sin embargo, hoy no sucede lo mismo. Tú y yo conocemos a Jesús. Sabemos que es el Hijo de Dios, y también sabemos a que ha venido y por qué se ha hecho hombre como nosotros. Y, quizás, no lo hayamos presentado al mundo todavía, o no lo hayamos hecho como debemos. De cualquier forma, lo importante es que tomemos conciencia de que también nos toca a nosotros presentarlo al mundo y eso nos obliga a conocerle primero y luego a hacerle presente en nuestro propio mundo.
Pero, presentar a Jesús no se puede hacer de cualquier forma. No se trata de presentar sus credenciales y mensaje, sino de, al mismo tiempo, vivirlo. Primero, porque es la mejor Noticia que podemos dar a nuestros más cercanos y al mundo que nos rodea; segundo, porque, su Buena Noticia no se puede transmitir ni dar a conocer solo con palabras, sino también con nuestra vida, dándonos y ofreciéndonos en servicio y verdadero amor. Tratemos, tal hizo Simeón y la profetiza Ana, de dar a conocer al Niño Dios al mundo entero.