| Mt 25, 31-46 |
—A veces tratamos de distorsionar la realidad
pensando que somos hombres de bien —decía Manuel—. Pero, ¿en qué sentido?
Miró a todos los que le escuchaban y, tras una pausa
y tomar agua, continuó:
—Solemos justificarnos diciendo que no hacemos el mal, que estamos abiertos a
la solidaridad y que, simplemente, lo que hacemos es pasarlo bien sin molestar
ni perjudicar a nadie. ¡Y menos engañar! —dijo con tono vehemente.
—Pero, ¿es eso suficiente? —preguntó con los ojos fijos en los tertulianos.
Nadie respondió ni trató de darse por aludido.
Después de unos breves segundos, Pedro levantó la mano y dijo:
—Creo —y yo el primero— que no somos solidarios. Nos importa poco el
sufrimiento de otros. No es que podamos solucionar los problemas, pero,
¿estamos verdaderamente preocupados por el dolor que sufren los demás, sobre
todo los más vulnerables y pobres?
Algunos de los presentes, frunciendo el ceño y
levantando sus manos, confesaron que estaban de acuerdo con Pedro.
—Nos hacemos los locos —dijo uno—. Pensamos que nos compadecemos, pero
enseguida seguimos con lo nuestro, como si nada pasara.
—Es verdad que en muchos casos poco podemos hacer —intervino Manuel—. Pero una
cosa sí podemos: rezar y rezar. Y colaborar en todo aquello que, a través de
las asociaciones misioneras, está asistiendo y ayudando a quienes más lo
necesitan.
—Reconozco que nos creemos buenas personas limitándonos solamente a portarnos
bien y cumplir con nuestras obligaciones familiares y ciudadanas, pero pienso
que eso no basta.
—Evidentemente, no basta —repitió Manuel—. Hagamos el simple ejercicio de
ponernos en su lugar, y enseguida comprenderemos nuestra actitud.
—Pero… —trató uno de justificarse.
—No hay justificación —se adelantó Manuel—. Tú o yo podíamos estar en Kinshasa
(R.D. del Congo), en Gaza, en Nicaragua o en cualquiera de esos lugares donde
vivir es un reto a cada instante. Y desearíamos que alguien nos echara una
mano. En el evangelio de Mateo 25, 31-46, Jesús nos recuerda que cuando
hacemos algo bueno por alguien, se lo hacemos a Él.
Las cabezas de los tertulianos estaban inclinadas.
Sus ojos, quizás algunos cerrados y otros fijos mirando al suelo.
La tertulia había comprendido que ser buena persona no consiste solo en cumplir
con las obligaciones, sino en amar con obras a quienes más lo necesitan.