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(Lc 7,1-10) |
Todos los días se repiten estas palabras en la consagraión Eucarística: "Señor, no soy digno de que entre en mi casa, pero una Palabra tuya bastará para sanarme". Son las palabras que aquel centurión mandó a decir a Jesús por medio de unos amigos cuando Jesús se dirigía a su casa: «Señor, no te molestes, porque no soy digno de que entres bajo mi techo, por eso ni siquiera me consideré digno de salir a tu encuentro. Mándalo de palabra, y quede sano mi criado. Porque también yo, que soy un subalterno, tengo soldados a mis órdenes, y digo a éste: ‘Vete’, y va; y a otro: ‘Ven’, y viene; y a mi siervo: ‘Haz esto’, y lo hace».
Hay que tener fe para enviar a decirlas. Hasta tal punto que admiraron a Jesús que exclamó: «Os digo que ni en Israel he encontrado una fe tan grande». Hoy se repiten innumerables veces en cada Eucaristia celebrada esta célebra frase. Tu Palabra, Señor, basta. Y así es y así debe ser.
Pero la fe no es algo que se adquiere o se aprende. La fe es un don de Dios que se nos da gratuitamente, como todo lo que hemos recibido de Dios, y en la medida que también la buscamos. Porque, aquel centurión, primero había escuchado los prodigios y milagros de Jesús, y segundo, puso toda su atención para encontrarlo y, encontrado, envío mensajeros para solicitarle el favor para su siervo.
Se nos viene una pregunta: ¿Buscamos nosotros a Jesús? ¿Y lo hacemos con fe y la seguridad de que nos escuchará? ¿Creemos que nos podrá solucionar lo que le pedimos? Aquel centurión lo creyó y tuvo la respuesta afirmativa de Jesús. Porque el Señor no nos falla, pues ha venido para eso, para salvarnos. ¿Cómo no nos va a salvar?