Siempre, por la Gracia de DIOS, he querido ver lo verdaderamente importante, el tesoro que no se marchita y lo que vale la pena conseguir. Todo lo demás, aun siendo necesario, lo estimo basura, como dice Pablo, porque de nada me vale gozar por unos días si pierdo el gozo eterno.
Por eso he creído conveniente y necesario pasarles este correo sobre la misma temática, con la intención de ayudarles a reflexionar y profundizar en un tema de vital importancia, y que nada vale el obviarlo y esconderlo, pues tarde o temprano toparemos con él. Sin más les dejo con la reflexión:
Amigo lector: permíteme que te haga una confidencia personal. ¿Sabes? A  mí me gusta mucho meditar sobre la muerte. Y no por ser un tipo  melancólico, pesimista o lunático, ni de carácter fúnebre o taciturno.  Francamente no. Más bien, me considero una persona alegre y optimista,  amante de la vida y de la aventura. Lo que sucede es que nos hemos  acostumbrado a considerar la muerte como algo tétrico y negativo, y cuyo  pensamiento debemos casi evitar a toda costa. Y, sin embargo, si  tenemos una certeza absoluta en la vida es, precisamente, que todos  vamos a morir. 
Pero a mí, en lo personal, esta certeza no me  atemoriza, para nada. Al contrario. Me hace pensar con inmenso regocijo y  esperanza en el “más allá”, en lo que hay después de la muerte. Y también me ayuda a  aprovechar mejor esta vida. Pero no para “pasarla bien”, sino para  tratar de llenar mi alforja de buenos frutos para la vida eterna.
Alguien dijo: “Morir  es sólo morir; morir es una hoguera fugitiva; es sólo cruzar una puerta  y encontrar lo que tanto se buscaba. Es acabar de llorar, dejar el  dolor y abrir la ventana a la Luz y a la Paz. Es encontrarse cara a cara  con el Amor de toda la vida”. 
Es verdad. Lo importante de  la muerte no es lo que ella es en sí, sino lo que ella nos trae; no es  el instante mismo del paso a la otra vida, sino la otra vida a la que  ella nos abre paso. Para quienes tenemos fe, la muerte es sólo un  suspiro, una sonrisa, un breve sueño; y para los que vivimos de la  dichosa esperanza de una felicidad sin fin, que encontraremos al cruzar  el umbral de la otra vida, ésta no es sino un ligero parpadeo y, al abrir los ojos, contemplar cara  a cara a la Belleza misma; es exhalar el más exquisito perfume -el de  nuestra alma, cuando abandone el cristal que la contiene- para iniciar  la más hermosa aventura y gozar del Amor en persona... ¡ahora sí, para  toda la eternidad! La muerte no debería llamarse “muerte”, sino “vida”  porque es el inicio de la verdadera existencia.
El libro del  Apocalipsis nos dice hermosamente que allí, en el cielo, después de la  muerte “ya no habrá hambre, ni sed, ni calor alguno porque el Cordero  que está en medio del trono, Jesús, los apacentará -a los que  han  entrado en la gloria- y los guiará a las fuentes de las aguas de la  vida, y Dios enjugará toda lágrima de sus ojos” (Ap 7, 16-17). Ya no  habrá tristeza, ni dolor, ni sufrimiento, sino amor completo y dicha sin  fin. ¿No es emocionante y apetecible?
Nuestra Madre, la Iglesia, nos  ha enseñado a ver con ojos muy distintos la realidad de la muerte, a  mirarla con gran serenidad y a aceptarla con paz y esperanza; incluso  con alegría y regocijo -si es viva nuestra fe- porque aquel bendito día  será el más glorioso de toda nuestra existencia: el de nuestro encuentro  personal con Dios, el Amor que nuestro corazón reclama. 
¡Claro!,  sólo es posible hablar así cuando tenemos fe. Por eso, los santos se  expresaban de ella -de la muerte- con un lenguaje desconcertante para el  mundo. San Francisco de Asís la llamaba “hermana muerte”, y deseaba que  llegara pronto. San Pablo afirmaba que para él la muerte era una  ganancia porque así podría estar ya para siempre con el Señor (Fil 1,  21-23); y santa Teresa de Jesús también se consumía por el anhelo de que ésta no se demorara tanto en venir: “Vivo sin vivir en mí y tan alta  vida espero que muero porque no muero” -decía en uno de sus poemas  místicos- que, en nuestro lenguaje común, podríamos traducirlo con un  “me muero de ganas de morirme”. Y hallamos la misma experiencia en  tantos otros santos y mártires, que veían en la muerte no precisamente  un castigo o una maldición, sino el momento dichoso de su definitivo y  eterno encuentro con el Señor.
Fue Jesucristo quien nos enseñó a  ver así las cosas. Durante su vida pública muchas veces nos habló de  este tema, y en el Evangelio encontramos páginas muy bellas que  robustecen nuestra fe y alimentan nuestra esperanza. Como aquella  parábola de las diez vírgenes, en la que nos exhorta a vivir “esperando  la llegada del esposo” -o sea, de Cristo el Señor-. La parábola de los talentos, de las minas, de los invitados a la boda, del  rico epulón y del pobre Lázaro y muchas otras enseñanzas tienen esta  misma temática.
Y es que, si nos tomamos en serio esta  meditación, la muerte nos enseña a vivir mejor y a valorar el poco  tiempo del que disponemos para hacer méritos que perduren. Nos educa en  la justa consideración de las cosas y de los bienes terrenos: a la luz  de la eternidad aprendemos que todo es pasajero, relativo, accidental y  caduco; y nos ayuda, en consecuencia, a no poner nuestro corazón y  nuestras seguridades en cosas tan baladíes y efímeras. Nos da, en  definitiva, la auténtica sabiduría, esa que no engaña y que nos hace  vivir según la Verdad, que es Dios mismo.
Entonces, es muy  saludable pensar de vez en cuando en la muerte. Y si la tenemos siempre  presente en nuestra vida, tanto mejor. Ahora sí nos damos cuenta de que celebrar a los fieles difuntos tiene mucho  sentido y de que, en vez de temer a la muerte, de rehuirla o de reírnos  de ella, es mucho más provechoso aprender las lecciones de vida que ella  nos ofrece.
 
