| Lc 18, 35-43 |
No se daba cuenta; a
medida que avanzaba, se perdía en el horizonte. Todo se oscurecía ante sus
ojos. No sabía a dónde iba y empezaba a sentir miedo.
Necesitaba ver,
orientarse, descubrir la dirección del camino. Con cada paso, su inseguridad
aumentaba. Estaba a punto de gritar, de pedir auxilio, cuando observó a lo
lejos una comitiva que caminaba con paso firme y seguro hacia su destino.
Esperó a que se
acercaran. Ya a su lado, preguntó a dónde iban.
Uno de la comitiva,
mirándole con cierta extrañeza, respondió:
—Vamos
camino del sacrificio. Nos esperan días de luchas y tormentos.
Onésimo no entendió
nada. No se atrevió a pedir más explicaciones. Aquello de “luchas y tormentos”
le hizo temblar todavía más.
Sus piernas se
paralizaron, su boca quedó muda.
«No sé si quedarme donde
estoy o seguir a esta gente», pensó.
Mientras dudaba, vio
cómo la comitiva se alejaba. El miedo le dejó sin capacidad de reacción.
Sintió que se perdía.
Levantó la cabeza, y con los ojos bañados en lágrimas suplicó clemencia al
cielo.
Metió la mano en el
bolsillo y sacó su pequeño evangelio de cada día. Al abrirlo y comenzar a leer,
quedó sorprendido:
Lc 18,
35-43:
“Cuando se
acercaba Jesús a Jericó, había un ciego sentado al borde del camino pidiendo
limosna…”
Onésimo sintió un latido
profundo en el corazón. Con las manos limpió sus ojos llorosos. Su rostro
dibujó una sonrisa.
No podía creer el pasaje
que tenía delante.
Continuó leyendo:
“¡Jesús,
hijo de David, ten compasión de mí!”
“¿Qué
quieres que haga por ti?”
“Señor, que
recobre la vista.”
“Recobra la
vista, tu fe te ha salvado.”
Cerró los ojos.
Agachando la cabeza comprendió que la providencia le estaba señalando el
camino.
Una paz nueva le
invadió.
A lo lejos aún se
distinguían las huellas de la comitiva que había pasado hacía un momento.
Onésimo, sin dudarlo,
encaminó sus pasos tras ella.
Había visto claro cuál
era su camino.