Lc 8, 1-3 |
Siempre he pensado —compartía Pedro— que en la
familia, la mujer tiene un papel fundamental. Es la madre, y la que lleva,
aunque a veces permanezca escondido, el timón de la casa. Hasta el extremo —me
atrevo a decir— que si falta la mujer, la nave zozobra. No sucede lo mismo con
el hombre.
—¿Qué piensas tú, Manuel?
—En principio estoy de acuerdo. El rol de la mujer
es imprescindible. Aparte de ser la que trae a los hijos al mundo, es el cobijo
de todos los hijos de la casa. Sin embargo, no podemos obviar que el hombre
también tiene su función. Y muy importante
—Supongo —comentó Pedro— que la familia se construye en aras de la unión del hombre y la mujer. Eso es evidente.
—Supongo —comentó Pedro— que la familia se construye en aras de la unión del hombre y la mujer. Eso es evidente.
—Eso está claro —replicó Manuel—. Pero quiero
destacar el desempeño enorme que ha aportado la mujer, no solo a la familia,
sino también a la sociedad en general. Sobre todo, como lo resalta el evangelio
(Lc 8, 1-3), donde el papel de la mujer en la Iglesia ha sido de gran relieve
desde el principio como discípulas de Jesús.
—Me parece muy importante —dijo Pedro—, porque, a
veces, da la sensación de que la mujer queda relegada a un segundo plano.
—Sí, y es conveniente descubrirlo y ponerlo en el
lugar que les corresponde. Entre ellas están María Magdalena, Juana, mujer de
Cusa, un administrador de Herodes, Susana y otras muchas que siguieron a Jesús
y le servían con sus bienes.
En el evangelio, pocas veces aparecen las mujeres
mencionadas como discípulas del Señor, pero es así como sucede en este texto.
Aquí se recoge el nombre de algunas de ellas. Son seguidoras de Jesús, mujeres
agradecidas al Maestro, por haber sido liberadas de malos espíritus o de
enfermedades.
Volverán a aparecer junto a la cruz de Jesús, en
primera línea, y serán testigos de la resurrección del Señor.
Las mujeres jugaron un papel clave en la primera comunidad cristiana y a lo largo de los siglos.