Es evidente que
nuestra conversión no es cosa de hoy para mañana. Es cosa de tiempo y de
maduración. Todo, al parecer, lleva su proceso y su tiempo, y la conversión es
algo que se va fraguando al calor de la paciencia, la comprensión, el
sacrificio y el dolor. Empieza de forma insignificante, pequeño y a penas
perceptible, pero, como la levadura en la masa o la semilla sembrada, llegan a
fermentar y crecer hasta el punto de transformarse en alimento – como pan o árbol
donde los pájaros anidan –.
Estamos en
continúa conversión y, dejaremos de estarlo en cuanto nos instalemos cómodamente
en el camino y no seamos capaces de estar atentos al paso de Jesús como lo hizo
Bartimeo. En cuanto no seamos capaces de saltar y dejar el manto de nuestras
seguridades, afanes, búsquedas y preocupaciones para, despojados de toda
esclavitud buscar al Señor.
Y ese camino nos
exigirá levadura para fermentar, y semilla para hundirnos en la tierra y morir
a nosotros para dejar paso a los frutos. Es decir, estamos en conversión y eso
sólo lo lograremos de la mano del Espíritu Santo, que ha bajado a nosotros en
nuestro bautismo para ser la Mano que amasa nuestra propia levadura y siembre
nuestra propia semilla.