sábado, 15 de junio de 2019

LA FIRMEZA DE LA PALABRA

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Mt 5,33-37
Los mayores recuerdan la importancia que se le daba a la palabra en tiempo de sus abuelos. Entonces no era necesario, para cualquier transacción, estampar la firma en un contrato ante notario. Bastaba un testigo y la palabra dada. En aquellos tiempo existía la caballerosidad que se fundamentaba en la palabra dada. Dada ésta y rubricada en un apretón de mano el pacto estaba hecho y no era necesario la firma.

Hoy no parece que la veracidad y firmeza de la palabra se sostenga. Una prueba de ello lo percibimos y vemos en los llamados pactos políticos, donde la desconfianza, hoy digo sí y mañana otra cosa están a la orden del día. La palabra, es una realidad comprobada, ha perdido veracidad y credibilidad. No se sostiene por sí sola y hace falta acreditarla por escritos y documentos firmados ante notarios que den fe. Y todavía tenemos duda ante los hechos reales y concretos en los momentos de ejecutarlos.

Las palabras se las lleva el viento, reza un conocido refrán, y la realidad demuestra que así parece ser. Y es que si todo se tiene que poner bajo juramento la desconfianza es la reina del entorno social en el que vivimos y la mentira se convierte en lo cotidiano y en el puñal que puede traicionarnos en cualquier momento. Conviene, pues, darle fiabilidad y veracidad a la palabra y confiar en las personas. Eso demanda vivir en la verdad y ser coherente entre la palabra que se dice y la vida que se vive. Pues en la verdad está Dios y la mentira es dominio del Maligno.

Descubrimos que la verdad está contenida en los Mandamientos porque en ellos encontramos todo el bien que deseamos tanto para nosotros como para los demás. Cuando nos disponemos a vivir según los mandamientos experimentamos que todo se establece para el bien de todos. Un bien mutuo que descubre que al final se ajusta a lo que Jesús nos revela según la Voluntad del Padre: Amaos los unos a los otros como Yo les he amado.