La vida de fe es
un camino de renuncias que van contra la voluntad de nuestra propia naturaleza.
Porque, nuestra naturaleza está contaminada por el pecado. Un pecado que nos
arrastra a satisfacernos de nuestras pasiones, egos y vanidades. Y eso
establece una lucha diaria y constante con nosotros mismos. Amar nos supone desprendernos
de todos nuestros apegos, vanidades y, purificados en el Amor de Dios, darnos
en servicio gratuito a los más necesitados.
Es evidente que
quienes lo tienen todo en este mundo poco o nada necesitan. De ahí la gran
dificultad, ya lo dijo el Señor, de que los suficientes materiales y espirituales
– los ricos – les sean imposible salvarse. Porque, la salvación tiene que pasar
irrevocablemente por la humildad. Y eso exigirá siempre desprendimiento,
abajamiento y, sobre todo, pobreza de espíritu. Y será imposible conseguirla
cuando en nuestros corazones la prioridad es el dinero, el poder, la fuerza, la
fama, el éxito y todo tipo de vanidades.
La dificultad es perentoria, pero la fe nos alimenta y fortalece para seguir confiando en la superación, en la lucha y resistencia al mal. Es verdad que no lo conseguimos del todo, pero eso, por descontado, la sabe nuestro Padre Dios y nos anima, nos auxilia en y con su Espíritu y nos perdona con su Infinita Misericordia. A nosotros nos toca insistir, perseverar y confiar que con Él y por su Gracia podemos alcanzar un día la perfección. Cristo y yo mayoría aplastante.