lunes, 4 de marzo de 2024

EL TESORO DE LA HUMILDAD

No cabe ninguna duda que la humildad es nuestro tesoro. Un tesoro que nos salva y que nos hace pequeño. Porque, realmente somos pequeñas criaturas ante la grandeza de nuestro Padre Dios. Y no reconocernos humildes es como no querer salvarnos. Nuestra Madre, la Virgen María canta en su Magníficat: «Proclama mi alma la grandeza del Señor, se alegra mi espíritu en Dios, mi salvador; porque ha mirado la humildad de su esclava.

La humildad es por tanto el verdadero y único camino hacia la Casa de nuestro Padre Dios. Somos humildes en cuanto nos reconocemos pecadores y aceptamos la infinita misericordia de Dios nuestro Padre. Lo contrario, nuestra soberbia, nos pone en actitud de rechazo y de creernos suficientes y capaces de bastarnos a nosotros mismos. Y es entonces cuando nos alejamos de nuestro Padre, nos ensoberbecemos y queremos hacer nuestro camino según nuestros proyectos, ideas y objetivos. En una palabra, nos creemos suficientes sin necesidad de nuestro Padre Dios.

Y esa actitud arrogante y soberbia hace que Dios, aunque nos espera y sostiene tendida siempre su mano misericordiosa, haga imposible que su mirada llegue a nosotros. Se hace necesario abrirnos, salir de nuestro ostracismo y ser capaces de ver lo nuevo ante lo ya conocido y dado como ley y costumbre. Esa forma de ser coincide con el refrán de que nadie es profeta en su tierra. Nuestra vida es un camino de perfección y eso implica y exige renovarse, abrirse a lo nuevo a lo que va haciéndonos cada día más perfecto.

Es evidente que si somos pecadores tendremos que avanzar, corregir nuestros errores y pecados e ir perfeccionándonos. Y eso solo podemos hacerlo con la asistencia y auxilio del Espíritu Santo. Nunca podremos alcanzar la perfección si no nos ponemos en camino y en actitud de renovarnos. Quedarnos parados es aceptar nuestro pecado y no abrir nuestra mirada a lo nuevo, a lo que el Espíritu nos suscita. Y esa actitud exige y necesita la humildad.