No cabe ninguna
duda que la humildad es nuestro tesoro. Un tesoro que nos salva y que nos hace
pequeño. Porque, realmente somos pequeñas criaturas ante la grandeza de nuestro
Padre Dios. Y no reconocernos humildes es como no querer salvarnos. Nuestra
Madre, la Virgen María canta en su Magníficat: «Proclama mi alma la grandeza
del Señor, se alegra mi espíritu en Dios, mi salvador; porque ha mirado la
humildad de su esclava.
La humildad es por
tanto el verdadero y único camino hacia la Casa de nuestro Padre Dios. Somos
humildes en cuanto nos reconocemos pecadores y aceptamos la infinita
misericordia de Dios nuestro Padre. Lo contrario, nuestra soberbia, nos pone en
actitud de rechazo y de creernos suficientes y capaces de bastarnos a nosotros
mismos. Y es entonces cuando nos alejamos de nuestro Padre, nos ensoberbecemos
y queremos hacer nuestro camino según nuestros proyectos, ideas y objetivos. En
una palabra, nos creemos suficientes sin necesidad de nuestro Padre Dios.
Y esa actitud
arrogante y soberbia hace que Dios, aunque nos espera y sostiene tendida
siempre su mano misericordiosa, haga imposible que su mirada llegue a nosotros.
Se hace necesario abrirnos, salir de nuestro ostracismo y ser capaces de ver lo
nuevo ante lo ya conocido y dado como ley y costumbre. Esa forma de ser
coincide con el refrán de que nadie es profeta en su tierra. Nuestra vida es un
camino de perfección y eso implica y exige renovarse, abrirse a lo nuevo a lo
que va haciéndonos cada día más perfecto.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Compartir es esforzarnos en conocernos, y conociéndonos podemos querernos un poco más.
Tu comentario se hace importante y necesario.