Cuando no
respondemos a lo que realmente pensamos y hacemos lo contrario, decimos que
somos incoherentes. Es evidente, aunque lo queramos disimular, que en nuestro
corazón está sembrada la semilla del bien y que sabemos discernir lo que está
bien y lo que no lo está. Pues bien, cuando nuestros actos no se corresponden
con esa buena intención de hacer el bien estamos mintiendo y su consecuencia es
la hipocresía.
El pecado se
esconde en esa doble vida: aparentar el bien tras una capa hipócrita de la mentira.
Fingimos hacer el bien escondidos en la hipocresía de la mentira. Esa es la
gravedad y la sustancia de la corrupción. No es de extrañar la dureza con la
que Jesús los trató: (Mt 23,27-32): En aquel tiempo,
Jesús dijo: «¡Ay de vosotros, escribas y fariseos hipócritas, pues sois
semejantes a sepulcros blanqueados, que por fuera parecen bonitos, pero por dentro
están llenos de huesos de muertos y de toda inmundicia! Así también vosotros,
por fuera aparecéis justos ante los hombres, pero por dentro estáis llenos de
hipocresía y de iniquidad…
Y cada vez que mi
vida se esconde en la hipocresía, en la mentira, en la apariencia estoy
falseándola. De ahí la importancia de mostrarnos tal cual somos, sin arrogancia
ni mentiras, sino tal como somos, con nuestros pecados, nuestras debilidades y
nuestros errores. El Señor sabe de que pasta estamos hechos. Él nos ha creado y
lo que quiere es que reconozcamos nuestros pecados. Su Misericordia es Infinita
y nos perdona.
Esa es la diferencia
entre la hipocresía y el pecador. El hipócrita lleva una doble vida aparentando
lo que no es. El pecador cae y cae, pero arrepentido se levanta por la
Misericordia de su Padre Dios, se esfuerza en caminar recto y, asistido en el
Espíritu Santo, continúa su camino. Su vida es transparente, reconoce su
debilidad, se confiesa pecador y pide misericordia a su Padre Dios.
Precisamente, son
a esos, los pecadores, lo que ha venido a salvar el Hijo. Y, precisamente, es a
ese Médico a quien necesitan acudir los enfermos de pecados.