Se van unos y
vienen otros. Me refiero a los conflictos y enfrentamientos. Se hace la paz
pero, pronto llega de nuevo la guerra. La experiencia de nuestra vida, aunque
corta, nos descubre esa realidad: «pasamos más tiempo
en guerras y enfrentamientos que en espacios de paz»
Y está claro, nuestra soberbia y egoísmo enciende la llama del odio, la
venganza, el ser más fuerte y, en consecuencia, la guerra.
En estos momentos
estamos en guerra. Y digo en guerra porque cuando hay una pelea todos sufrimos
y todos padecemos ese dolor aún en la distancia. Nos une, sobre todo la
oración, y todo aquello que podamos hacer. Es verdad que desde la lejanía nos
sentimos impotentes y como fuera del combate, pero queremos estar presente
sobre todo espiritualmente y de manera concreta y especial en la oración.
La Ley nunca puede
encorsetar la vida del hombre. Está puesta para ayudarle, para dirigirle y
encauzarle por el camino de la verdad y justicia, pero nunca para esclavizarle
y ser protagonista de su cumplimiento. La Ley deja de ser ley cuando deja de
amar y buscar la verdad. Porque solo la verdad puede liberar y darle verdadera
libertad al hombre.
Por tanto, nunca se puede poner límites a la verdad, a la buena intención de hacer el bien que está por encima de la ley. Porque, si estamos salvados por el Amor Misericordioso de nuestro Padre Dios, ¿cómo nos podemos nosotros atrever a no ser misericordiosos ante la Ley? No está hecha la Ley para someter al hombre sino para servirle y liberarle de la pereza fortaleciéndole su voluntad y dándoles posibilidades de enmendarse y levantarse. Porque, está para servir y en función del bien del hombre. Nunca para someterle ni para esclavizarle.