Estaba
desolado, no superaba la tristeza de aquella muerte. Había sido repentina, y
eso aviva más el dolor. Sentía compasión y se dolía profundamente.
Caminaba
apesadumbrado, buscando un lugar donde detenerse y pensar un poco. Llevaba en
su corazón la pérdida del joven, que por su juventud le parecía irreparable. No
encontraba consuelo y sentía la necesidad de desahogarse.
Casi
sin darse cuenta, había llegado a la terraza. Hizo un gesto a Santiago y se
sentó. En breves segundos, Santiago le servía su buen café.
—¿Qué
tal, don Pedro? —comentó Santiago—. Le veo algo abatido.
—Sí,
vengo de un duelo y todavía llevo dentro la pérdida del hijo de un gran amigo.
—Lo
siento —dijo Santiago—. Comparto su dolor.
—Gracias.
¡Qué le vamos a hacer, así es la vida!
En
ese momento llegó Manuel. Al ver la escena de melancolía con la que hablaban
Pedro y Santiago, preguntó:
—¿Qué
tristeza es esa que percibo? ¿Ha ocurrido algo?
—Don
Pedro, señor Manuel, se duele de la muerte del hijo de un amigo —explicó
Santiago.
—La
muerte siempre trae dolor —respondió Manuel—. Pero también es ocasión de
esperanza. Sabemos que siempre está al acecho, pero no tiene la última palabra.
—¿Por
qué dices eso? —preguntó Pedro.
—Porque
nuestra fe se fundamenta en la resurrección del Señor. Él nos da esa esperanza
con su victoria sobre la muerte. ¡Mira! Hay un pasaje (Lc 7, 11-17) donde Jesús
siente compasión de una pobre viuda. Llevaban a enterrar a su hijo, y Jesús, al
verla, se conmueve y devuelve la vida a ese joven.
—¡Pues
sí! —exclamó Santiago con alegría—. Eso da esperanza.
—Pienso:
¿No va a tener también nuestro Padre Dios compasión de nosotros? —concluyó
Manuel.
El rostro de Pedro reflejaba ahora un consuelo nuevo, cargado de esperanza. Verdaderamente, la muerte no tiene la última palabra.
Una vez más, Jesús ve y se compadece. Eso es lo que le mueve. Su vida entera es una dinámica de compasión que rescata vidas perdidas. Él es vida, y su compasión no tiene límites. En el Resucitado reside nuestra capacidad de confiar sin reservas en el Señor.
El rostro de Pedro reflejaba ahora un consuelo nuevo, cargado de esperanza. Verdaderamente, la muerte no tiene la última palabra.
Una vez más, Jesús ve y se compadece. Eso es lo que le mueve. Su vida entera es una dinámica de compasión que rescata vidas perdidas. Él es vida, y su compasión no tiene límites. En el Resucitado reside nuestra capacidad de confiar sin reservas en el Señor.