En el fondo la
cuestión es dar sin ninguna esperanza de recompensa, sin esperar nada a cambio.
Y, como acertadamente, no podía ser de otra forma, nos dice Jesús en el
Evangelio de hoy, se trata de dar a quien no te puede pagar. Es decir, al
pobre, lisiado y marginado que no tiene con que pagarte aunque humanamente
quiera hacerlo. Diríamos, para entendernos, que es la prueba del algodón.
La tentación
siempre está ahí y junto a ella el pecado. Nuestra tendencia está inclinada al
trueque, a la recompensa. No nos gusta dar nada gratis. Esperamos obtener algún
beneficio de lo dado. Excluimos la gratuidad. Esa es nuestra manera de pensar y
nuestra naturaleza es lo que entiende por normal y justo.
Somos tan necios
que no advertimos que vivimos por la Gracia gratuita de Dios. No somos nada ni
tenemos nada sin el Amor Misericordioso de nuestro Padre Dios. Todo lo hemos
recibido de Él, sin embargo, nosotros no damos nada gratis. ¿Acaso – nos preguntamos
– tenemos algo que dar? ¿No es de Dios todo lo que somos y tenemos? Por tanto,
si Dios nos lo da gratuitamente, ¿cómo nosotros no correspondemos de la misma
manera y lo damos a quienes lo necesitan también gratuitamente?
¡Qué Dios te lo pague!, solemos decir cuando recibimos algo gratis. Y esa es la esperanza que tenemos cuando nos conducimos siguiendo el mandato de nuestro Señor. La recompensa que esperamos está en la otra parte. Es decir, en el otro mundo. Dios premiará todas nuestras buenas obras en ese sentido. Y también nuestra propia experiencia nos descubre la alegría que se siente cuando somos capaces de dar de forma gratuita. Signo evidente de que estamos en la opción verdadera y correcta. Es mucho mejor dar que recibir. Precisamente, en eso consiste el amor, en darnos desinteresada y gratuitamente.