La sabiduría, cuando no nace de la humildad y
mansedumbre, enciende la soberbia y se cierra a la Sabiduría que viene de lo
alto. Significa esto que los sabios y entendidos se creen con la capacidad de
saber tanto más que lo que viene de Dios, y, en consecuencia, lo que no pasa
por su razón no la aceptan ni lo acogen. Sus soberbias les cierra el corazón. Solo los pequeños son sensibles a la esperanza de un cambio mayor en los corazones de las personas y en la configuración de nuestras sociedades.
Sólo desde una humilde mansedumbre y pobreza podemos
abrirnos a la Sabiduría divina que nos viene de arriba: la Palabra de Dios. Los
sabios, encerrados en sus prepotencias, no entienden nada. Los pequeños, despreciados
y humildes, tenidos por simples e ignorantes llegan a captar el mensaje del
Reino, y a sentirse atraídos por él. Es evidente que sólo en la humildad de
reconocernos pecadores y pobres de espíritu podemos alcanzar la sintonía del
Espíritu y abrirnos a su Gracia.
Por tanto, tratemos de estar entre los humildes y mansos de corazón y abiertos al Espíritu para ver el mundo, no desde nuestros ojos e intereses, sino desde y con los ojos de Dios e involucrarnos en su movimiento de compasión hacia todas las criaturas.