Quizás lo más
importante, y motor de nuestra vida, sea la inquietud y preocupación permanente
por hacer el bien y porque los demás gocen de ese bien. En otras palabras, luchar
por el bien de la humanidad. Y nuestra mayor gloria sería que nuestro Señor nos
sorprendiera en esa actitud y disponibilidad en nuestra última hora en este
mundo.
La lucha está
establecida queramos o no. Por un lado, nuestras pasiones, mundo y carne, nos
someten y seducen hasta el punto de que nos experimentamos impotentes para
vencerlas. Por otro lado, el demonio, se encarga de convencernos de que lo que
nos ofrecen mundo y carne esconde nuestra felicidad. Es el ofrecimiento de la
manzana que experimentaron nuestros primeros padres.
Y la realidad es
que, por mucho que queramos, no podremos escapar a esa lucha de cada día. El
bien o el mal están dentro de nosotros y, sin la asistencia del Espíritu Santo,
que recibimos en nuestro bautismo, quedaremos a merced del mundo, demonio y
carne. No hay otra alternativa. Sólo, abiertos al Amor Misericordioso de nuestro
Padre Dios, podremos estar en disposición de vencer a esos tres peligros que
amenazan nuestra alma: mundo, demonio y carne.
De nada vale lo
mucho que hayamos recibido si, tanto material como espiritual, no lo ponemos en
función de los demás. Precisamente, ese es el motor que nos debe poner en
alerta y activarnos a estar preparados cuando nos llegue la hora de
presentarnos ante el Padre.