Solo desde lo
pequeño podemos llegar a lo grande. Todo, incluso lo grande, empieza desde lo
pequeño. Y solo siendo pequeño puede ir construyendo lo grande. La propia
experiencia que la vida nos va dejando nos alumbra esa premisa de nacer de lo pequeño.
Nuestro propio desarrollo empieza de un embrión gestado en el seno de una madre
y, tras su desarrollo, llegar a ser una gran persona. Es decir de lo pequeño a
lo grande.
De la misma forma
no podremos llegar a Dios si no partimos de nuestra pequeñez. Reconocernos
pequeños, limitados y simples criaturas será imprescindible para confiar y
fiarnos de nuestro Padre Dios. Solo el misterio de Dios le es revelado a la
gente sencilla, pequeña y humilde. El soberbio, engreído y suficiente se queda
en sus lucubraciones, divaga y no pasa de ahí. No acepta nada que no sea digerido
y razonado por él. El misterio de Dios le queda muy lejos para su
intelectualidad. Se pierde en su misma soberbia y se cierra al misterio del
Dios Creador y Redentor.
Por el contrario,
cuando entendemos y aceptamos nuestra condición de hijo, de pequeño y
necesitado, confiamos en las palabras de nuestros padres. Depositamos en ellos
nuestra confianza y seguimos sus órdenes. De la misma manera, considerándonos
criaturas de nuestro Padre Dios, pequeños y llenos de humildad nos abrimos y
escuchamos su Palabra aceptándola desde lo más profundo de nuestros corazones.
Y es cuando experimentamos que nuestra carga se hace más ligera y nuestro yugo menos pesado. Porque, seguir al Señor injertado en el Espíritu Santo, tal y como decíamos ayer domingo, seremos capaces de aligerar y soportar nuestra carga y nuestro yugo. Y todo por una sencilla razón: Somos consciente de que Dios, nuestro Padre, va con nosotros, está pendiente de nosotros y nos fortalece en nuestro empeño de ser fiel y obediente a su Palabra y asiduos a relacionarnos con Él a través de nuestro diálogo – oraciones –.